CAPÍTULO PRIMERO

En Suakin

CONCLUÍAN de comer y acababan de entrar en el salón, cuya galería de cristales, abierta de par en par, dejaba ver la tranquila superficie del mar Rojo, iluminada por esa luz tenue y grata que ofrece el crepúsculo en aquellas regiones durante el mes de enero.

El Sr. Kersain, agente consular de Francia en Suakin, había recibido aquella tarde a Norbert Mauny, joven astrónomo que se presentó ante él con una eficaz recomendación del ministro de Estado.

La carta oficial manifestaba al Cónsul la conveniencia de que se pusiera completamente a disposición del Sr. Mauny, y de que le ayudara en cuanto le fuera posible para el mejor resultado de su misión científica; pero teniendo en cuenta que en una posdata confidencial se añadía que esta misión era secreta, el Cónsul no había convidado a comer con el joven sabio más que al teniente de marina Guyon, que mandaba el aviso francés Lévrier, anclado en las aguas de Suakin.

Como el Sr. Kersain era viudo, su hija Gertrude cumplió, con gran amabilidad por cierto, los deberes de ama de casa, y después de comer se sentó al piano, poniéndose a tocar, a la sordina, un nocturno de Chopin.

El tiempo era primaveral. Aquella comida de sólo cuatro comensales, si bien oficial, había sido sumamente alegre, como sucede casi siempre entre parientes que, encontrándose reunidos en cualquier parte, se reconocen, aun cuando no se hayan visto jamás. Se contaron las últimas historietas de que se hablaba en los bulevares, y se ocuparon con gracia y donaire del placer que se experimenta cuando inopinadamente se encuentran amigos allí en donde no se espera tan grata sorpresa.

Al tomar el café, la conversación fue aún más íntima que en la mesa, y el Cónsul creyó llegado el momento de abordar una cuestión que no dejaba de excitar su curiosidad.

—Ya sé que venís al Sudán con una misión científica —dijo a Norbert Mauny—. ¿Pero sería indiscreto preguntaros de qué misión se trata y qué fin os proponéis perseguir en ella?

—En manera alguna lo es, señor Cónsul, —respondió sonriendo el joven—; antes por el contrario, creo muy natural vuestra pregunta; pero dispensadme si os confieso que en este momento no me es dado satisfacer tan legítima curiosidad, toda vez que el asunto que me trae a África ha de ser, por ahora, completamente secreto para todos.

—¿Aun para el comandante Guyon y para mí? —replicó el Sr. Kersain con extrañeza—. Dicha misión, ¿no será política, supongo?… La carta del Ministro me dice que sois astrónomo incorporado al Observatorio de París; y si mis informes son ciertos, uno de nuestros sabios más distinguidos…

—Soy, en efecto, astrónomo, y con tal carácter llego a Suakin. Mi cometido no tiene nada que ver con la política; mas por motivos graves créese prudente no indicar su naturaleza ni aun al representante de Francia en este país, máxime no siendo aún conocida en ninguna parte del mundo mi empresa. En estos términos pienso que está hecha mi recomendación por el señor ministro de Estado. No sólo no tiene mi misión nada que ver con la política, sino que es de carácter privado… Capitales ingleses hacen los gastos de ella. Los socios que me acompañan, y que han llegado conmigo a bordo del Dover-Castle, no son franceses, y venimos a África a hacer una tentativa industrial. Todo lo que he juzgado conveniente solicitar de nuestro Gobierno, es su apoyo moral en caso necesario, y ya veis que el señor Ministro respectivo se ha dignado concedérmelo, asegurándome además que os encontraría, en cualquier circunstancia, dispuesto a auxiliarme en la tarea que emprendo…

Mientras Norbert Mauny daba aquellas explicaciones, el Cónsul francés y el teniente de navío le observaban con atención.

Era un joven alto, delgado, moreno, de veintiséis a treinta años. Su frente era despejada, sus ojos claros y vivos, su nariz recta, su boca y su barba denotaban energía, y todas sus facciones demostraban franqueza, valor y bondad. Llevaba el frac con la sencillez que caracteriza al individuo habituado a la sociedad, y al mismo tiempo con cierta dejadez especial en los hombres de acción: su voz era fuerte y bien timbrada, y su palabra breve y clara. Serio sin pedantería, pero con una alegría interior que brillaba en su mirada y se reflejaba en todas sus maneras. Era un perfecto tipo francés; el gran francés, como diría cualquiera en aquel momento, pues su superioridad era visible y se imponía a todos; así es que el Cónsul, satisfecho de su examen, creyó un deber de cortesía mudar de conversación.

El Sr. Kersain era un diplomático muy apreciado en su carrera, y que hubiera llegado a los más altos puestos si una desmedida pasión por las antigüedades de Nubia, y la salud de su hija, que exigía un país cálido, no le hubiesen detenido indefinidamente en las orillas del mar Rojo.

Gertrude tenía veinte años; era débil y flexible como una caña, con la tez de una blancura de leche, y una profusión de cabellos rubios que parecían doblegarla con su peso. No había más que verla para comprender que su vida, como vulgarmente se dice, pendía de un hilo. En efecto; su madre había muerto tísica muy joven aún, y su pérdida había sido el mayor dolor que durante su existencia experimentara el Sr. Kersain, quien temía ver reproducir en su hija los mismos síntomas que había visto en su llorada esposa. De vez en cuando una ligera tos sacudía aquel cuerpo tan gracioso como débil, y unos colores de mal agüero se dibujaban en sus delicadas mejillas.

Gertrude se preocupaba poco de ello; era dulce y encantadora; adorada por su bondadoso carácter de todos los que se le acercaban, y naturalmente dispuesta a alimentar las más bellas esperanzas para lo futuro, como sucede casi siempre a esos seres destinados a una prematura muerte, por ser demasiado perfectos para este mundo, como dice un popular refrán. Pero su padre, por desgracia, no podía equivocar aquellas señales amenazadoras, y si así lo hubiese hecho, los médicos no le hubieran permitido continuar en su grato error. Ellos le dijeron que un clima más húmedo podía ser fatal para Gertrude, y en obsequio a la salud de su hija resolvió establecerse en Suakin, en donde principió su carrera como Cónsul. Consagraba a Gertrude todos los instantes de que podía disponer, y parecía no tener otro cuidado en esta vida que el de velar por la salud de aquella niña, anticipándose a satisfacer todos sus deseos y aun sus menores caprichos (felizmente muy pocos), pues ella era de un natural modesto y perfectamente educada.

Como las reticencias que el joven astrónomo había usado al hablar de su misión científica, a pesar suyo y de su huésped, enfriaron algo la conversación, todos los concurrentes se alegraron viendo entrar en el salón a un hombre de unos cincuenta años, frescachón y jovial, que tal era el doctor Briet, tío de la señorita Kersain, médico-viajero que desde hacía algunos meses se había establecido en Suakin con el propósito de cuidar a su sobrina. Con este motivo, pocas serían las noches cuyas veladas no las pasara en el consulado, en donde al entrar era saludado siempre con alegría.

—¡Buenas tardes, tío! —exclamó Gertrude corriendo a su encuentro.

—Querido doctor, permitidme presentaros a nuestro compatriota el joven y sabio astrónomo Norbert Mauny… El señor doctor Briet —añadió el Cónsul, designando uno después de otro a los dos hombres.

Estos cambiaron un cortés saludo, y en seguida el doctor dijo con placentero tono:

—Estaba enterado de la llegada de este señor, a quien conocía ya por sus escritos. No se leen las Memorias de la Academia de Ciencias sin saber que el Sr. Mauny ha hecho magníficos trabajos de análisis espectral y descubierto dos planetas telescópicos, Priscila y… ¿cómo llamáis al otro?

—No está aún bautizado, y le designaremos con un número —respondió sonriendo el joven astrónomo—. Tantos planetas se descubren en estos tiempos, que no se sabe ya cómo nombrarlos.

—Llamadle Gertrudia, —dijo el comandante Guyon, mirando a la señorita Kersain.

—¡Oh, señor comandante… no es formal lo que decís! —exclamó la joven.

—Antes por el contrario, es una excelente idea —replicó Norbert—, y tendría sumo gusto en aprovecharla si su señor padre y vos, señorita, os dignáis autorizarme. Lo que necesitamos para esos pequeños astros son nombres que no se parezcan a los demás. Gertrudia es a propósito. Adopto, pues, el de Gertrudia.

—¡Oh, papá, qué felicidad! ¡Voy a tener una estrella mía! —exclamó la joven con alegre voz—. ¿Me la enseñaréis, caballero, no es verdad, para que la conozca?

—Con mucho gusto… cuando sea visible… Dentro de siete u ocho meses, si el tiempo lo permite.

—¿No puede vérsela todas las noches? —preguntó Gertrude con alguna contrariedad.

—¡Oh! no; si así fuese, hace ya tiempo que la hubiesen señalado, y también bautizado. Pero conocemos bastante bien sus costumbres para no dejarla pasar ya sin decirla: «hasta la vista».

—¡He aquí un ramillete que no todos pueden ofrecer a una señorita! —dijo el doctor; e incontinenti, y sin malicia alguna, preguntó al Sr. Mauny:

—¿Sin duda venís a cumplir alguna misión astronómica?

—No, en verdad —respondió Norbert sonriéndose—. Veo que es difícil guardar un secreto —añadió notando la admiración del doctor—, y sobre todo cuando no se quiere mentir. Podría deciros que vengo en busca del cielo puro del Sudán para nuevas observaciones interplanetarias; mas prefiero manifestaros parte de la verdad. Vengo a estudiar los medios más adecuados para realizar una empresa que, si bien no me parece nada quimérica, creo que a lo menos la calificarían como tal muchas personas, si les diera a conocer mi pensamiento. Por mi desgracia, tengo fama en el Observatorio de ser algo exaltado, y por este motivo me veo en la necesidad de ocultar mi plan hasta su completo éxito, so pena de ser considerado y tratado tal vez como un loco. Ya veis, señores, los motivos de mi reserva, y creeréis muy justo que, en tales condiciones, me haya impuesto la firme resolución de no hablar absolutamente a nadie de mis afanes. Si soy bastante afortunado y consigo alcanzar la meta propuesta, entonaré mi Eureka; pero si no es así, siempre evitaré que se burlen de mí o que me obstruyan con nuevos obstáculos, sobre los muchos que tengo que salvar. Por ahora mi empresa se reduce a establecer una estación astronómica en la meseta de Tehbali, en el desierto de Bayuda.

—¡Una estación astronómica en el desierto de Bayuda! —exclamó el doctor. ¡Escogéis bien el momento! ¿Creéis, por ventura, que los sudaneses dejarán organizarla sin tropiezo? Yo no daría ni siquiera una taza de té por la vida de cualquier europeo que tratara ahora de llegar al Alto Nilo. ¿Y queréis vos atravesarlo y avanzar hasta los confines del Darfur? Permitidme que os lo diga, mi querido joven; es una locura vuestro plan.

—¡Bien os decía yo, amigos míos, que a la primera palabra me trataríais de loco! —replicó fríamente Norbert—, y sois testigos, señores, de que no me equivocaba…

—¡A fe mía, no me retracto! —repuso el doctor—. Penetrar ahora en el Sudán es tan aventurado como el querer ir al país de los tuaregs. ¿Olvidáis cuál ha sido la suerte de todos los exploradores al Sur de la Tripolitana? Dournaux-Duperé en 1874, mi valiente y excelente amigo el coronel Flatters en 1881, el capitán Masson, el capitán Dianous, el doctor Guiard, los ingenieros Roche, Béringer y tantos otros…

—Nada olvido —dijo el joven astrónomo, sin perder un ápice de su calma—; pero las condiciones geológicas y siderales que necesito no se encuentran reunidas más que en el desierto de Bayuda, sobre la meseta de Tehbali, y es preciso, por lo tanto, que yo vaya a buscarlas allí.

—¡Tened cuidado con encontrar lo que no os convenga! —exclamó el Cónsul en tono significativo—. ¡Creed a un antiguo africano: no existe ahora más que un medio para llegar a Darfur, y ese no es otro que ir acompañado de un regimiento de tiradores y un convoy de 3.000 camellos!

—No me encontraría bien a la cabeza de tantos tiradores y de tantos camellos —replicó alegremente el joven sabio—. Dos veces he servido en el ejército, pero nunca pasé de cabo ni mandé más de cuatro hombres; así es que será necesario me contente con mi criado Virgile, que es precisamente un antiguo tirador de África, y con un buen guía, si lo encuentro. De este modo, a lo menos, los sudaneses comprenderán que me presento como amigo.

—¿Como amigo? ¡Un giaour, un perro cristiano, como ellos dicen! Preguntadles lo que piensan de nosotros, y me lo diréis si os dejan lengua para contar vuestras impresiones…

—Decididamente, doctor, vais a hacerme creer que emprendo algo sobrehumano. ¿Tan malos son los sudaneses?

—Lo que puedo deciros es que están decididos a no dejar salir vivo a ningún europeo que penetre en su territorio. Son en número de dos o tres millones, perfectamente disciplinados, obedeciendo ciegamente a sus jefes, armados hasta los dientes y disponiendo de inmensos recursos. ¿No habéis oído hablar del Mahdi?

—¿El Mahdi? ¿Cierto musulmán que pretende estar iluminado y que se ha insurreccionado en Bahr-el-Ghazal, a doscientas o trescientas leguas de aquí?

—Justamente. Pues bien, Sr. Mauny, ese Mahdi, si no se toman precauciones, nos comerá a cuantos nos hallamos en África antes de un año. Nos echará de Suakin, de Jartum, de Asuán, y tal vez del Cairo y de Alejandría.

—¿Pero no han enviado tropas egipcias para combatirle?

—Sí, señor; pero si no sucede que se unen a él, no tendrá con ellas para más de un bocado. Tengo muy ciertos y detallados informes; es una guerra santa que empieza. Dentro de seis meses, de un año a lo más, el Mahdi estará en Jartum.

—¡Un año! Ya es algo. Tal vez no necesite tanto tiempo para realizar mi proyecto.

El doctor no replicó, mas expresó bien su sentir con el ademán de alzar las manos hacia el cielo.

—De modo que —dijo el marino dirigiéndose a Norbert—, ¿persistís en meteros en la boca del lobo?

—Sí, señor comandante.

—Pues bien; es preciso confesar que sois muy valiente.

Todos habían escuchado con gran interés este diálogo, pero nadie con más atención que la señorita Kersain. Mientras que Mauny declaraba su proyecto y el doctor le presentaba sus objeciones, la joven, no sin dejar entrever su admiración por el tranquilo valor que Norbert demostraba, se quedó silenciosa, con los ojos muy abiertos y palideciendo de cuando en cuando al pensar en los peligros a que habría de exponerse el sabio astrónomo. La emoción que la agitaba se iba reflejando de tal modo en su fisonomía móvil y expresiva, que su padre se impresionó e hizo señas al doctor para que mudara de tema, contribuyendo él a variarlo pidiendo en aquel momento el té, que, presentado inmediatamente, fue preparado por Gertrude para servirlo ella misma, según lo tenía por costumbre.

Y la conversación varió, adquiriendo esa volubilidad y ligereza propias de todas las reuniones familiares.

Entonces el Cónsul, apoderándose de Norbert Mauny, le llevó a la azotea, diciéndole:

—Seriamente os lo digo; me asaltan grandes escrúpulos al ayudaros en vuestra empresa.

—¿Qué queréis que haga? —replicó sencillamente el joven sabio—. No soy solo. Capitales considerables están comprometidos en ello; un comité de vigilancia me acompaña a bordo del Dover-Castle, que me ha traído aquí con todo el material necesario; y, os lo repito, lo que vengo a intentar no puede hacerse sino en el Sudán, pues únicamente en el punto que ya he indicado se encuentran reunidas todas las condiciones físicas indispensables para el buen éxito de mi proyecto; y por lo que respecta al estado de anarquía en que el país se halla, os confieso que dicha razón es precisamente lo que me ha decidido a acometer ahora la empresa, porque ese estado de cosas nos dispensará de ciertas formalidades muy fastidiosas y de algunas autorizaciones que tal vez no nos concedería ningún poder establecido. No sólo es en el desierto en donde han de hacerse nuestras operaciones, sino que en verdad ese desierto se encuentra en una región que no tiene hoy dueño, puesto que el Gobierno egipcio se ve impotente para establecer allí su autoridad y hacerla respetar. Convenid conmigo, querido Cónsul, en que estas ventajas son tan preciosas y convenientes, que no debo en manera alguna desaprovecharlas.

—¿Pero qué medios emplearéis para libraros de la notoria e implacable hostilidad de los árabes, que necesariamente hallaréis en vuestro camino?

—Los tomaré como auxiliares, en vez de mirarlos como enemigos.

—¿Y creéis el éxito seguro?

—Así lo espero.

—Trabajo me cuesta participar de vuestra confianza, mi querido recomendado; pero, en fin, puesto que vuestra determinación es irrevocable, preciso es, por lo menos, que toméis toda clase de precauciones. Tenemos aquí en Suakin un individuo que puede seros muy útil por su conocimiento de las costumbres y de los hombres de aquella región. Es el negro Mabrouki, anciano que ha servido de guía sucesivamente a Burton, Speke, Livingstone y Gordon. ¿Queréis que os ponga en relaciones con él?

—Con mucho gusto. Es menester procurar, por todos los medios que estén a nuestro alcance, aumentar las probabilidades de éxito. Los preparativos de mi expedición serán largos, a causa del pesado material que traigo, y antes de dejar a Suakin tendré probablemente que pediros muchas veces vuestra ayuda.

—No temáis abusar —dijo el Cónsul dándole un cordial apretón de manos antes de volver al salón.

Gertrude, al verlos, salió a su encuentro con una taza del tónico y aromático líquido, que ofreció al astrónomo.

—¿Estáis decidido a partir? —le preguntó, mientras Norbert hundía las pinzas de plata en el azucarero.

—¿ESTÁIS DECIDIDO A PARTIR? —PREGUNTÓ GERTRUDE A MAUNY.

Había en su mirada, al hacer esta pregunta, una expresión de simpatía tan ingenua y un aire tal de tristeza, que hiriendo el corazón del joven, le hizo experimentar de repente un sentimiento de dolorosa amargura, cuya inexplicable presencia no pudo menos de admirarle. Sentía algo así como lo que se siente cuando nos separamos de una hermana querida o de una amiga de la niñez y haciendo un gran esfuerzo para ahogar un suspiro y dominarse, contestó sonriendo:

—Parto, pero no en seguida, pues para organizar mi marcha necesitaré por lo menos dos o tres semanas, y hasta pasado ese tiempo no tendré el disgusto de despedirme de usted, amable señorita, y de su señor padre.

Gertrude no contestó. Llenos sus ojos de lágrimas, se inclinó ligeramente y se fue a la azotea a mirar las estrellas que brillaban en el firmamento.