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CAPÍTULO II

Un «Five o’clock» en el Mar Rojo

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DECIDIDAMENTE el Sr. Mauny me gusta mucho —dijo el Cónsul francés al día siguiente, sentándose enfrente de su hija para almorzar—. El doctor asegura que es un sabio muy distinguido, y además tiene buenos modales, una energía poco común, y es también muy guapo.

—En una palabra —respondió Gertrude riendo como para disimular una ligera cortedad—; ha hecho vuestra conquista, querido papá. Puede ser —añadió con alguna malicia—, que se vea más bien contento que sorprendido cuando lo sepa.

—¡Así son todas las niñas! —exclamó el Sr. Kersain—; ¡siempre están prontas para descubrir los defectos de sus más sinceros admiradores! Pues sabrás, loquilla, que yo he conocido que has agradado al Sr. Mauny… Pero, puesto que no ha tenido el don de gustarte —prosiguió aparentando una ingenuidad muy bien disfrazada—, me place saberlo ahora, porque acabo de recibir una esquelita en la que me convida para visitar esta tarde el Dover-Castle, y como estás tú comprendida en la iniciativa, tendré que buscar algún pretexto para ir solo.

—¿Un pretexto para no visitar el Dover-Castle? ¡Os burláis de mí, querido papá! —replicó Gertrude con viveza—. Decid más bien que hubiera yo buscado uno para introducirme en él. Estoy muy agradecida al Sr. Mauny por su convite, y, preciso es que lo confiese, la alusión que hice anoche durante la comida respecto a la elegancia del navío, fue intencionada, sólo que yo creí que mi idea pasaría inadvertida, porque un astrónomo está demasiado ocupado de las regiones celestes para notar la curiosidad de una personita como la mía, sin importancia, y menos para complacerla.

—¡He aquí cómo se juzgan las cosas! Pues bien, prepárate para salir a las cinco; a la puesta del sol una canoa nos esperará en el muelle.

El Cónsul se puso a leer los periódicos, y su hija le dejó para ir a hacer sus preparativos, charlando con su doncella árabe Fatima. Una hora antes de la señalada estaba ya dispuesta, y cuando su padre vino a buscarla, tenía puestos hasta los guantes.

Suakin no es una ciudad muy grande; así es que padre e hija llegaron al puerto en menos de cinco minutos, y en seguida divisaron a Norbert Mauny, que los esperaba en compañía de un extranjero, y que, al verlos, salió con presteza a su encuentro.

—No nos atrevíamos a esperar que la señorita Kersain nos hiciera el honor de acompañarnos, señor Cónsul —dijo apretando las manos que se le tendían—. Permitidme que os presente a mi amigo, sir Bucephalus Coghill, que forma parte de nuestra expedición, y que va a tener el gusto de haceros conmigo los honores del Dover-Castle.

Sir Bucephalus Coghill, baronnet, era un joven de unos veintiséis años a lo sumo, alto, delgado, rubio, elegantísimo, llevando en su cara sonrosada las señales indelebles de su origen anglo-sajón, y que parecía más bien nacido para las emociones de las carreras de caballos que para los trabajos de una expedición científica. No obstante, había viajado mucho, y era un joven de reconocida instrucción; así es que apenas presentado a los visitantes, entabló conversación con el Cónsul y con su hija.

Norbert, entretanto, parecía muy preocupado con lo que sucedía a algunos pasos de ellos en un grupo formado por varios árabes y tres europeos, a quienes un anciano negro, vestido con blanco albornoz, servía de intérprete.

—¡Es Mabrouki-Speke!… ¿Le habéis encontrado ya? —dijo el Sr. Kersain al joven astrónomo.

—Sí; allí está negociando por cuenta nuestra con unos camelleros, y me parece que no se entienden.

En efecto, se oían imprecaciones, gritos y riñas que no se oyen más que en Oriente cuando se ocupan de arreglar un negocio cualquiera, por ínfimo que sea. Un hombre barbudo, con turbante, de nariz de loro y ojos de buitre, gritaba más que ninguno, declarando que no podía aceptar ni un céntimo menos, tomando por testigos de su honradez a Alá y a los poderes infernales; jurando y perjurando por el nombre de su padre y de toda su parentela que iba a verse reducido a morirse de hambre. Pero toda esa elocuencia producía poco o ningún efecto en los europeos. Uno de ellos, separándose del grupo, se acercó a Norbert y le dijo sin preámbulo, con marcado acento tudesco:

—Esos perros piden diez duros por camello y no quieren atender a razones.

—El Sr. Ignaz Vogel, uno de los comisionados de nuestra expedición —dijo Norbert Mauny al Cónsul y su hija, con visible frialdad.

La verdad es que dicho comisionado no poseía ningún atractivo. Era una especie de bola llena de sortijas y dijes; vestía un traje de cuadros y llevaba un sombrero minúsculo en su cabeza, excesivamente grande; una sonrisa falsa, un lenguaje bastante descuidado y los ojos convergentes, completaban aquella fisonomía, muy fea por cierto.

—¿Me permitís ocuparme algunos minutos de un asunto urgente? —dijo Norbert a sus invitados, quienes se inclinaron en señal de aquiescencia.

—¿Diez duros? —repuso llevando aparte al Sr. Vogel—. ¿Y cuántos camellos?

—Veinticinco, a diez duros cada uno; es una cantidad exorbitante.

—¡Pues no, señor!… Es de balde, por el contrario. Fijaos en la gran distancia que tenemos que recorrer. ¡Ojalá tuviésemos a ese precio quinientos camellos, en vez de veinticinco! Cerrad el trato lo más pronto posible, pero sin dar a conocer a esos hombres la necesidad que nos apremia.

—Como queráis —respondió Vogel.

Luego, volviéndose hacia el Cónsul y su hija:

—Caballero y señorita, no os digo adiós, sino hasta la vista; más tarde nos reuniremos a bordo.

Y arañando el suelo con el pie derecho, a modo de reverencia, partió en busca de los camelleros.

—Es un socio muy extraño para Norbert Mauny y para ese joven inglés tan distinguido —pensaban para sí el Sr. Kersain y Gertrude.

Pero el placer de embarcarse en canoa borró bien pronto la desagradable imagen del Sr. Vogel. Seis marineros de buena presencia, manejando a una los remos, llevaron en dos minutos la embarcación al pie de la escalera del Dover-Castle. El capitán los esperaba, y se apresuró a enseñarles el buque.

Admiraron la limpieza, la disciplina y el orden que reinaban por todas partes. Preguntaron, según costumbre, el nombre de todas las cosas, y elogiaron mucho al capitán por el arreglo que se observaba a bordo.

Concluida la visita, se pensó en lo principal, o sea en la merienda que Norbert y el inglés habían mandado preparar en la toldilla de popa.

En una mesa, cubierta de frutas, helados y pasteles de todas clases, rodeados de flores, el Sr. Kersain y su hija notaron con sorpresa la magnificencia del servicio de plata y de porcelana, hasta el punto de que el Cónsul cumplimentó galantemente por ello a Norbert.

—La gloria pertenece sir Bucephalus, y no a mí —replicó el joven sabio—. Estoy muy lejos, creedme, de comer habitualmente con semejante vajilla, ni de beber té en tazas de China; pero sir Bucephalus, los tres comisionados y yo comemos juntos, y he aquí la razón del lujo a que nos acostumbra el baronnet.

—Ningún lujo está de más para festejar a las personas que nos honran hoy con su presencia —dijo sir Bucephalus con galantería—; pero os suplico creáis que pasaría muy bien sin él, y que si lo tengo es porque me obliga a ello mi tirano doméstico.

—Sir Bucephalus —repuso Norbert explicando las palabras del baronnet—, tiene un ayuda de cámara modelo, que ha crecido a la sombra del castillo hereditario, y que se reprocharía como un crimen no arreglar la vida de su amo conforme a todas las reglas de la etiqueta.

—Tiene el mérito de decorar muy bien una mesa —dijo Gertrude—; esas flores de granado hacen un efecto delicioso.

Tyrrel Smith, el ayuda de cámara de quien se trata, entró en aquel momento con el Champagne y se mudó de conversación, no tardando mucho en dejarse oír alegres carcajadas.

Cuando estaban en el momento de las expansiones y hablando con la mayor cordialidad, Ignaz Vogel apareció de nuevo, escoltado por los otros dos personajes que estaban con él en el puerto, y Norbert los presentó en seguida.

—El Sr. Peter Gryphins… el Sr. Costerus Wagner, comisionados también de la expedición.

MAUNY PRESENTÓ A LOS COMISIONADOS PETER GRYPHINS Y COSTERUS WAGNER.

Los recién llegados tomaron asiento en la mesa sin ceremonia alguna.

—Estos comisionados —pensó Gertrude—, tienen trazas de criados desacomodados. Decididamente el Sr. Mauny no ha sido feliz en la elección de sus acompañantes.

—¿Habéis concluido vuestro negocio sin que esos bribones os hagan pagar demasiado? —preguntó el Cónsul, a quien no agradaban mucho aquellos tres personajes, pero que quería mostrarse amable por deferencia a sus huéspedes.

—Damn’it! —respondió con afectación y como queriendo hablar con elegancia Peter Gryphins, que parecía llegado en línea recta de una cuadra, con su chaqueta estrecha, su pantalón con polainas, su ridículo andar, su cuello de papel y su cara de mozo de caballos, relamida y bien afeitada—. Apenas si hemos podido reunir treinta y seis camellos, en vez de cincuenta que nos habían prometido.

—Esos árabes se entienden para burlarse de nosotros —añadió Ignaz Vogel—. Dudo mucho de que lleguemos a reunir los medios de transporte que nos hacen falta.

—¿Necesitáis, pues, mucha gente y muchos animales? —preguntó el Cónsul.

—Tendremos necesidad, por lo menos, de ochocientos camellos —respondió Norbert—, y de un número proporcionado de conductores. Se trata de desembarcar todo nuestro material y de transportarlo a la meseta del Tehbali; es decir, a unas ciento veinte leguas de aquí, atravesando el desierto… Ya sé que no es cosa fácil; pero, sin embargo, sería posible sin la mala fe de esas gentes, que nos crean dificultades insuperables.

—¿Por qué no me habéis hablado antes de vuestros apuros? Os hubiese ahorrado muchas idas y venidas inútiles —dijo el señor Kersain—. Sabed que para los transportes en grande escala no haréis nada ni llegaréis a nada en toda la región de Suakin, si no tratáis directamente con el verdadero amo del país.

—¿Y quién es ese amo? —preguntó Norbert.

—Es Sidi-ben-Kamsa, el mogaddem de Rhadameh, o sea el santón de la localidad, jefe de la poderosa tribu de Cherofas… No sólo no encontraréis camellos sin su beneplácito, sino que si hubieseis cometido la imprudencia de traerlos de Egipto o de Siria, hubierais sido atacados y robados en el desierto.

—¿Habláis seriamente? —preguntó el joven astrónomo.

—Con mucha formalidad. Es de todo punto necesario poner de vuestra parte a tan alto personaje, o renunciar a la empresa:

—¿Y de qué medio podré valerme yo, triste de mí, para granjearme la protección de un santón o de un mogaddem, como le llaman aquí? Me parece aún más difícil eso que buscar los camellos —dijo Norbert.

—¡Bah! ¿Olvidáis, Sr. Mauny, que con llave de oro se abren muchas puertas?

—¡Cómo! ¿Tendría acaso aquel santo varón sentimientos, no digo mercenarios, sino de indigna y repugnante explotación?

—Aquí para entre nosotros, sea dicho sin ofenderle en su ausencia, creo que está dominado por ellos. Sidi-ben-Kamsa es uno de los más curiosos fenómenos de este país. A él se recurre en toda ocasión y se le consulta para cualquier cosa. Da audiencia todos los días a la salida del sol, como el jefe de los creyentes en las Mil y una noches. Sus recepciones son muy concurridas, y ya comprenderéis que sería una gran inconveniencia presentarse a él con las manos vacías.

—¡Eso no importa! —exclamó alegremente Norbert—; acudiremos a su presencia, e iremos con las manos bien repletas. ¿Está lejos de aquí?

—A dos días, o más bien a dos noches de marcha, poco más o menos.

—Me parece que debíamos ir mañana mismo a ver a aquel santo varón. ¿Qué decís a eso, Coghill?

—Digo que esa excursión sería una verdadera fiesta si la señorita Kersain y su padre nos acompañaran —respondió el inglés sin pestañear.

—¡La señorita Kersain…! ¡Mi hija…! —dijeron simultáneamente Norbert y el Cónsul.

—¡Muchísimas gracias, caballero! —exclamó con viveza Gertrude—. No podíais proponerme nada que me causara mayor placer; y si mi papá consiente en ello, me comprometo a demostraros que una mujer puede viajar por el desierto sin ser un estorbo para nadie. ¡Ah, mi querido papá, os lo suplico; decid que sí! ¡Ya sabéis que desde hace mucho tiempo deseo ver a ese famoso mogaddem! Os prometo no ponerme mala, papá, y creo no me cansaré.

—Ya te entiendo —dijo sonriendo el señor Kersain, que no tenía intención de rehusar ese placer a su hija, y que sólo temía ser importuno—. ¿Pero pensáis Sr. Mauny, que no os incomodaremos?

—¡Oh, señor Cónsul! Sir Bucephalus os ha dicho que con esa condición el viaje sería una verdadera fiesta, y por mi parte puedo aseguraros que ahora nos parecería muy triste si tuviésemos que ir solos, después de habernos lisonjeado con ir en vuestra compañía.

—Sois amable en demasía, caballero. Es cosa ya arreglada; mucho tiempo hace que mi cuñado el doctor Briet me propuso hacer esta excursión con mi hija, y si consentís, nuestro querido médico formará parte de la caravana, porque no dudo que esté pronto cuando juzguéis llegado el momento de emprender el viaje.

El baronnet y Norbert se inclinaron en señal de asentimiento; en cuanto a los tres comisionados, nadie pareció notar su presencia, ni nadie creyó que tomarían parte en aquella expedición; mas uno de ellos, aquel que Norbert había designado con el nombre de Costerus Wagner, y que parecía pertenecer a la especie de sabios fuera de su centro, juzgándolo así por las anchas alas de su sombrero y por sus largos cabellos, que caían encima del cuello de su levita; Costerus Wagner, que aún no había abierto la boca dijo en aquel momento:

—¿Creéis necesario que Vogel, Gryphins y yo os acompañemos?

—De ningún modo —respondió Norbert con tono significativo—; es preferible que cuidéis aquí del desembarque del material y de…

—Esto incumbe al capitán —interrumpió Peter Gryphins con sequedad—; los estatutos son muy claros; no debemos separarnos…

—Es cierto, y a esos estatutos, propuestos por mí y aprobados tal como los presenté, no debo contravenir —replicó Norbert con una ironía tal, que no se escapó ni al Cónsul ni a los comisionados, quienes hicieron una mueca.

—Me parece, continuó, que lo mejor será encargar los preparativos a Mabrouki-Speke, y si no encontráis inconveniente en ello, podríamos fijar la marcha para mañana.

—Se entiende que mañana por la tarde —dijo el señor Kersain—, porque me permito advertiros que aquí no se viaja más que por la tarde, después de la puesta del sol. ¿Os parece bien que nos citemos para las seis en el Consulado?

—¡Perfectamente! a las seis.

—¡Qué contenta estoy! —exclamó Gertrude encantada. ¡Gracias, querido papá!… ¡Gracias mil veces, señores!… Sir Bucephalus, habéis propuesto que yo forme parte de la caravana; a vos, sobre todo, es a quien debo agradecerlo.

Por natural que fuese la expresión de ese agradecimiento, no dejó de causar a Norbert un sentimiento de despecho, que le costó trabajo disimular.

—¡Este diablo de Coghill —pensó—, ha conquistado ya la amistad de la señorita de Kersain…! ¡Jamás sabré yo cómo gobernarme para ello; es un don que me falta; he hablado demasiado con los telescopios para saber hablar con las jóvenes…!

El Sr. Kersain, viéndole preocupado, se levantó para despedirse de sus huéspedes; pero éstos insistieron de tal modo en acompañarles, que el Cónsul no pudo rehusar, y todos juntos llegaron hasta la puerta del consulado, en donde, al separarse, quedó convenido que se reunirían allí al día siguiente.

El inglés y Norbert, al volver al Dover-Castle, hallaron en el muelle a Mabrouki-Speke, que los esperaba, y le dieron sus instrucciones. El anciano guía, que conocía bien su oficio, las escuchó con atención y prometió que todo estaría pronto para el otro día a las seis.

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