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CAPÍTULO VI

«La Selénica», Compañía Anónima

COSTERUS WAGNER estuvo en lo cierto el día en que dijo que, tratándose de Sociedades por acciones, lo esencial es llamar la atención pública y dirigirse directamente a la tontería humana.

Lo insensato de su proyecto fue precisamente lo que le dio el éxito. La rareza de la pretensión sirvió de base para la discusión. Periódicos serios, que jamás hubiesen dedicado diez líneas gratuitas para ocuparse de una honrada Compañía de otro género, consagraron varias columnas al examen del proyecto de la Selene-Company, que halagaba la vanidad colonial. Aquellos que menos creían en la posibilidad de realizar la empresa, estaban satisfechos de que la idea hubiese sido emitida en Australia. La nueva Sociedad hizo tanto ruido en el mundo oceánico, que su pensamiento se esparció rápidamente por todas las capas sociales, y las demandas de acciones, acompañadas de una primera entrega de dinero, afluyeron a las oficinas de Queen-Street.

Bien pronto un factor especial tuvo que llevar todos los días, en coche cerrado con llave, las cartas certificadas que llovían de todas partes. Peter Gryphins, Wagner, Vogel and C.°, sole agents, se vio en la deliciosa obligación de recurrir a una casa de banca para depositar el capital social; y queriendo hacerlo noblemente, escogieron una de las más célebres, la famosa casa Boutts and C.°

Lo más extraño de este negocio es que Costerus no indicaba siquiera los medios de que se había de valer para realizar su programa; y había obrado con cordura, porque los adversarios sistemáticos que encuentra siempre toda empresa nueva, estaban reducidos a las conjeturas, y no podían atacar seriamente un plan que no conocían. Costerus declaraba que ese plan era su secreto, y que le guardaba para sí hasta la constitución definitiva de la Sociedad, porque no quería que nadie se aprovechara de su idea. Los tontos hallaban muy juiciosa esta reserva, y por ella estaban mejor dispuestos cada vez para colocar su dinero en una empresa tan cuerdamente conducida.

En realidad, el único plan que tenía el comité fundador de la Selene-Company era el de embolsarse dos millones de libras esterlinas; y, preciso es confesarlo, esta clase de plan resume, en este mundo sublunar, la filosofía práctica de un gran número de Sociedades financieras.

Sea de ello lo que quiera, lo cierto es que la afluencia de accionistas fue tan considerable, que se hizo preciso, realmente esta vez, reducir el número de suscripciones, y el día fijado para la constitución de la Sociedad tuvieron que alquilar la gran sala de Victoria-hall. La sesión debía ser presidida por un joven señor extranjero, lord Randolph Clederow, que había tomado quinientas acciones, y había apostado además con sir Bucephalus Coghill mil guineas, a razón de una contra treinta, que la empresa tendría éxito. Es decir, que sir Bucephalus Coghill, que no tenía fe en ella, se había comprometido a pagar treinta mil guineas si el negocio se realizaba, recibiendo él sólo mil en el caso contrario. Esta proposición daba bien a conocer la poca confianza que el joven baronnet tenía en la Selene-Company, cuyo prospecto le había sido presentado por su ayuda de cámara modelo.

El día 15 de octubre todos los accionistas acudieron a la cita. Allí se encontraban bolsistas, negociantes, armadores, corredores y representantes de todas las profesiones comerciales. En el estrado, delante de una mesa cubierta con un tapete verde, lord Randolph Clederow ocupaba el sillón de la presidencia, asistido por un comerciante en vinos y por un almacenista de tés. El lord era un joven alto, rubio, imberbe, extraordinariamente miope, provisto de un monóculo fijo en su ojo derecho, y vestido con perfecta elegancia.

Concluidos los preliminares, y sancionada por la Asamblea la presidencia de lord Randolph, el comerciante en vinos, apoyado por el almacenista de tés, propuso que Costerus Wagner tomase la palabra para desarrollar su programa.

—Ya llegó la hora —dijo el iniciador de la Sociedad, en que repartidos los continentes terrestres entre las diversas razas humanas, y explotados hasta la saciedad, se descubra un nuevo campo para dar abasto a la actividad británica. Los anglosajones se han establecido en la América del Norte, en Australia, en la India y en el África austral; extienden su poder por las tres cuartas partes del globo, y no les es posible ya ampliar más sus conquistas en la superficie terrestre, puesto que una reciente conferencia acaba de internacionalizar el África central.

»Cerca de la Tierra, a algunos millares de leguas en el espacio, se halla otro mundo sin explotar aún, y que no espera más que ser reclamado por la humanidad para entregarle sus riquezas… (Aplausos.) Un mundo, anejo natural de nuestro globo terrestre, y tan es así, que está ligado a él de un modo ineludible y le acompaña siempre en su viaje circunsolar… Un mundo tan cercano a nosotros, que nuestros telescopios han podido determinar la forma de sus continentes, la altura de sus montañas y la configuración de sus mares… Un mundo de tal modo ligado a nuestra existencia, que desde tiempo inmemorial sus fases nos sirven para medir el tiempo, así como su acción influye y determina las mareas de nuestros Océanos… En una palabra, es tiempo de arrancar la Luna a su aislamiento y de establecer relaciones directas entre ella y esta Tierra, su verdadera madre patria, su protectora y su soberana… (Nuevos aplausos.)

»No quiero recordar a mis oyentes lo que todos saben ya de ese mundo lunar conocido por medio de los telescopios. Seguramente no ignoráis que la Luna es un globo de 869 leguas de diámetro, cuya superficie es igual a la décimotercera parte de la Tierra, a cuatro veces la de Europa y a cuarenta y una vez la de Francia, lo que hace que pueda constituir una colonia de las más respetables. En cuanto a la distancia que separa aquel mundo del nuestro, no hablaré de ella más que para hacer constar su poca importancia (96.000 leguas apenas, y en ciertas épocas 90.000); es decir, nueve veces la circunferencia del globo terrestre y veinte veces la distancia que separa Melbourne de Londres.

»No temo deciros que actualmente, con los medios de que la ciencia dispone, la Luna está más cerca de nosotros que el Cabo de Buena Esperanza o la isla de Cuba lo estaban de Grecia en tiempo de Pericles, y de los romanos en el siglo de Augusto.

»El único punto sobre el que quiero llamar vuestra atención, es éste: se ignora aún si la Luna está o no habitada. Pues bien; de cualquier modo que sea, es indispensable entrar en relación con ella… ¿Está habitada por una especie humana bastante numerosa y hasta cierto punto civilizada? En este caso es muy importante hacer que aquellos seres sean clientes de las manufacturas inglesas. Si, por el contrario, no lo está, es indispensable que la industria británica se apodere de las inmensas riquezas minerales que encierra aquel suelo virgen.»

Tan audaz dilema provocó tal entusiasmo en el auditorio, que los aplausos se repitieron con frenesí y apagaron la voz del orador. ¡Hear! ¡Hear! Escuchad, escuchad, gritaban. ¡Somos todos de vuestra opinión! ¡Constituyamos la Sociedad! vociferaban algunos accionistas que tenían prisa.

—Oigo que se me pide la constitución de la Sociedad —dijo Costerus—. Estamos aquí para eso, y tengo el gusto de anunciar a la Asamblea que las diez mil acciones ofrecidas al público están suscritas ya. (Nuevos aplausos.) No queda, pues, otra cosa que votar, si el señor Presidente lo tiene a bien; pero ante todo, creo de mi deber invitar a las personas que tengan alguna objeción que presentar, se sirvan tomar la palabra.

Nadie la pidió. Un joven colocado en el fondo de la sala se levantó, como para hacer una pregunta; pero se volvió a sentar sin abrir la boca.

Después de algunos instantes de espera, lord Randolph Clederow se inclinó sucesivamente hacia sus dos asesores, y dijo:

—Señores, tengo la honra de deciros que se va a proceder a la votación para la constitución definitiva de la Selene-Company Limited, Sociedad anónima, por acciones, para la conquista y la explotación de las riquezas minerales de la Luna, con un capital de dos millones de libras esterlinas, dividido en diez mil acciones. Aquellos que sean de parecer que se proceda a la constitución inmediata, se servirán alzar la mano.

Todos los brazos se alzaron como si unos hilos invisibles los hubieran simultáneamente levantado hacia el techo.

—Segunda votación —repuso el presidente.

Ninguna mano protestó en contra del voto unánime.

—Ya no puede dudarse de la voluntad de la Asamblea —prosiguió lord R. Clederow—. (Aplausos y exclamaciones.) En consecuencia, tengo el honor de declarar que la Selene-Company está bien y debidamente constituida… Voy ahora a leer los estatutos que, según la ley, deben votarse separadamente.

«Artículo 1.° La dirección de los trabajos está y estará confiada, hasta su conclusión, al Sr. Costerus Wagner, asistido por los Sres. Peter Gryphins e Ignaz Vogel, iniciadores de la empresa.»

—Se pone a votación el artículo primero; los que lo acepten se servirán…

—¡Pido la palabra! —dijo en inglés desde el fondo de la sala, y con acento francés bastante pronunciado, el joven que se había levantado antes.

Su tarjeta pasó de mano en mano hasta llegar al Presidente, que dijo después de haberla leído:

—El Sr. Norbert Mauny, doctor en ciencias, astrónomo adjunto en el Observatorio de París, comisionado actualmente en Nueva Zelandia y Tasmania, tiene la palabra.

Todas las miradas se fijaron en el extranjero, que tomaba posesión de la tribuna.

—Señores —dijo en seguida, he pedido la palabra para hacer una simple observación. He comprado veinte acciones de la Selene-Company: eso es deciros que soy partidario de la empresa, que la creo realizable, y que espero su éxito. Pero si me ha parecido bien que los fundadores de la Sociedad guardasen el secreto sobre los medios que cuentan emplear para la realización de su plan hasta la constitución definitiva, no me parece prudente votar los estatutos sin que sepamos, por lo menos en principio, la naturaleza de aquellos medios… Bajo este punto de vista, y no otro, vengo a rogar se nos den algunas explicaciones antes de que entreguemos nuestros intereses y los de la ciencia en manos del comité iniciador.

La justicia y la moderación de aquella demanda pareció llamar la atención del auditorio.

—¡Tiene razón, tiene razón! —exclamaron varios de los concurrentes.

Costerus Wagner, visiblemente despechado, subió de nueve a la tribuna.

—Señores —replicó con audacia—: uno de los elementos indispensables para el éxito en empresas de la naturaleza de la que nos ocupa, es el secreto absoluto acerca de sus operaciones. Hasta ahora habéis tenido en mí completa confianza: permitidme reclamarla aún, porque es nuestra única garantía en contra de los imitadores y los rivales.

—Hay un medio de conciliarlo todo —replicó Norbert Mauny—: que se nombre ahora mismo una delegación de la Asamblea, compuesta de hombres competentes, a quienes los señores, del comité comunicarán sus planes, que aquellos nos darán a conocer en sumario, sin decir al público las cosas que deban quedar secretas. De este modo procederemos con conocimiento de causa a la discusión de los estatutos.

—¡Es verdad! ¡Dice bien! —exclamaron varias voces.

—¡No! ¡No! ¡Nada de delegaciones! ¡Explicaciones claras y públicas!… —dijeron otros.

Hubo un largo tumulto. Después de haber escuchado varios pareceres, el Presidente creyó de su deber declarar que la opinión general se inclinaba a favor de la explicación pública, con algunas reservas, si fuesen necesarias.

Costerus Wagner, después de consultar con sus consocios, pareció tomar su partido.

—A fe mía, señores —repuso volviendo por tercera vez a la tribuna—, que hubiese preferido el secreto más absoluto; así lo confieso, y persisto en creer que sería lo más prudente, bajo todos conceptos. Pero comprendo la legítima curiosidad que os anima, y estando ya la Sociedad definitivamente constituida, no hallo dificultad alguna para daros a conocer mi plan a grandes rasgos. (Aplausos.) He aquí, pues, el principio. La distancia perigea es, como os lo decía hace poco, de 90.000 leguas apenas. ¿Qué son 90.000 leguas? Poco más o menos 27 veces el diámetro del globo terrestre; ni siquiera la totalidad de las vías férreas actualmente colocadas en su superficie, si pudiésemos ponerlas todas juntas. ¿Es esto bastante para detener a la generación que ha perforado el Monte Cenis y el San Gotardo, el istmo de Suez y el de Panamá? Creo que no.

»La cuestión se reduce, a mi parecer, a construir un túnel aéreo y tubular, sujeto convenientemente a la Tierra, y alargarlo verticalmente en dirección tal, que vaya al encuentro de la Luna en toda la extensión que se necesite. Este túnel o vía, como se quiera llamar, será construido de segmentos de hierro fundido, ajustados unos a otros. Suponed uno de esos segmentos colocado ya, y lo demás no es otra cosa que una multiplicación. La empresa puede parecer atrevida, pero no irrealizable. Guardando las debidas proporciones, es lo mismo que si quisiéramos colocar sobre una naranja de seis centímetros de diámetro un tubo capilar de un metro 42 centímetros de largo. Pues bien; en vez de la naranja pongamos el globo terrestre, y demos al tubo la longitud, latitud y consistencia proporcionadas, según las leyes aritméticas, geométricas y físicas, y el problema quedará resuelto en sentido perfectamente igual. Este es el sumario de la idea. Desde luego se entiende que me reservo los detalles de las vías y medios que faciliten la ejecución, porque vuestro buen sentido os dirá que no puedo, sin arriesgar demasiado, desarrollarlos ahora, bastándome afirmaros que los planos, científica y concienzudamente estudiados, están dispuestos, que no tienen nada de quiméricos, y que os parecerán muy sencillos cuando tengamos el placer de comenzar a ejecutarlos.

Algunos aplausos saludaron esta conclusión; pero eran poco numerosos y en cierto modo fríos, conociéndose desde luego que la Asamblea estaba más desilusionada que seducida por las explicaciones del orador. Todas las miradas se fijaban en Norbert Mauny, que había escuchado con un desdén mal disimulado.

—Permitidme una pregunta —dijo—. ¿Qué medios contáis emplear para viajar por vuestra atrevida chimenea? ¿Una cuerda como los deshollinadores?

—El problema admite varias soluciones —replicó Costerus Wagner—. Se podrían estudiar durante la construcción del túnel.

—Tendréis, en efecto, tiempo para ello —respondió el astrónomo francés—; pues esa empresa, suponiéndola posible, necesitará muchos años.

—¡No tantos como creéis! —exclamó Costerus Wagner—. Me comprometo a darlo por terminado en cinco años.

—¿En cinco años? —dijo Norbert sacando su cartera—. Estamos muy discordes en cuenta. Si he comprendido bien vuestra idea, es una especie de torre de Babel lo que queréis construir, ¿no es así? Un enorme faro levantado sobre la base más ancha y más alta que podáis encontrar; sobre el Himalaya, por ejemplo, y elevándole piso sobre piso hasta la Luna. Mi indiscreción no llegará hasta preguntaros qué procedimiento emplearéis para que los operarios puedan respirar cuando lleguen a cierta altura. Pero lo que quiero demostraros por medio de cifras, es esto: supongamos que vuestra torre se eleve a razón de 100 metros por año, lo que será ya más alto que ningún monumento humano, excepción hecha de dos o tres. ¿Sabéis cuánto tiempo será menester invertir para concluirlo? Pues la friolera de 500.000 años. Y si otorgamos que los trabajos tengan un progreso anual de una legua, necesitaréis 65.000; si de 125 leguas, 508, y si de 1.000, o sean cuatro millones de metros, se necesitarían sin duda ochenta y seis años.

Para acabar vuestra torre en sesenta meses sería preciso avanzar anualmente 17.000 leguas, es decir, 68 millones de metros. He aquí lo que resulta de la más elemental de las operaciones aritméticas. Vuestro plan es, pues, pura y simplemente impracticable bajo este punto de vista, suponiendo que no lo sea también por otros conceptos.

Una ducha de agua helada cayendo sobre el auditorio, no le hubiera enfriado más pronto que esa argumentación. Costerus Wagner estaba aterrado, y no encontraba ni una palabra que responder.

—¡Es menester anular la votación y recuperar nuestro capital! —exclamó un comerciante en granos.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Recuperemos el dinero! —respondieron como un eco centenares de voces.

—¡No tenéis derecho para ello! —vociferó Peter Gryphins colocándose delante del estrado—; la votación está hecha y el acta levantada; el mismo Parlamento no puede anular la decisión que se ha tomado ya. Las acciones suscritas pertenecen a la Compañía. Cualquiera que no apruebe la dirección, no tiene más que retirarse; pero los fondos quedan en nuestro poder.

—Y eso es lo importante para vosotros ¿no es verdad? —replicó una voz aguda dominando el tumulto.

El Presidente, procurando en vano restablecer el orden, se disponía a cubrirse para indicar que se levantaba la sesión, cuando Norbert Mauny le hizo señas, dándole a entender que no había concluido de hablar, y el silencio se restableció en seguida.

—No he querido decir, señores, que todo sea malo en la idea de esta Compañía, y hasta confesaré que hace tiempo abrigo la convicción de que es posible lleguemos algún día a comunicar directamente con la Luna, o sea con ese satélite de la Tierra, tan cercano a nosotros. Pienso, lo mismo que el Sr. Wagner, que si no la conquistamos ahora, nuestros hijos o nuestros nietos lo harán y se reirán de aquellos que hayan creído imposible la empresa; así es que al leer en los periódicos que se iba a formar una Sociedad para comenzar tan colosal tarea, he querido traerla mi óbolo, y con tal objeto he pasado el Estrecho de Torres. Lo que me permito criticar no es, pues, el principio de la experiencia, sino la solución que se propone, solución que conceptúo errónea, pueril e impracticable; pero no sin creerla fácil de vencer por otros medios.

—¡Vamos! ¿Por qué no lo decíais antes? ¡Tenéis también un proyecto exclusivamente personal! —exclamó Costerus Wagner.

—Sí, lo tengo y lo desarrollaré ante la Asamblea, si así lo desea —repuso Norbert—; para eso he venido a Melbourne; pero antes debo deciros quién soy, a fin de que no veáis en mi un soñador o un utopista…

—¡Sí! ¡Sí! Eso es, hablad… —dijeron los concurrentes, encantados por aquellas palabras.

Y Norbert Mauny, alentado por los aplausos que se le tributaban, empezó a grandes rasgos, pero con modestia y sinceridad, el relato de su historia. Dijo quién era, cuáles habían sido los objetos especiales de sus estudios y de sus trabajos. Hijo de un Inspector general de montes y bosques, se había sentido desde muy niño arrastrado al estudio de las ciencias matemáticas, había verificado con placentero éxito el examen de la escuela naval, luego el de la politécnica, y a los veintidós años fue nombrado alumno del Observatorio de París. Formó sucesivamente parte de dos expediciones científicas a Tahití y a la isla de Kerguelen; tuvo la dicha de descubrir dos planetas, no descritos aún, al día siguiente de aquel en que la Academia de Ciencias le concediera el gran premio Gobert por sus estudios acerca del análisis espectral.

Poco tiempo después entró en posesión de una modesta fortuna, que le hizo independiente, y partió para Tasmania, en donde oyó hablar de la Sociedad financiera que se formaba en Melbourne.

Norbert, por su especial idiosincrasia, se sentía llevado hacia ese género de especulaciones que, sobre las alas de la hipótesis, vuelan más allá de la ciencia contemporánea.

Muchas veces, en las largas noches que pasaba observando la Luna, explorando sus continentes, sus cráteres, sus valles y fotografiando los menores detalles de su superficie, pensaba en los medios de abordar aquellas lejanas orillas.

Y no contento con pensar, habló también de sus pensamientos.

Los astrónomos más antiguos que él, acostumbrados a tomar rutinariamente sus observaciones cotidianas y a desarrollarlas con la ayuda de las fórmulas clásicas, se indignaban de aquellas teorías, de las que Norbert no hacía misterio. Por más que el joven se esforzaba en demostrarles el adelanto, a pasos agigantados, de las ciencias físicas, y los inmensos progresos que el conocimiento de la Luna registra casi todos los años para hacer en ellos nacer la esperanza de que se llegaría a tener relaciones más directas con el satélite, le consideraban como utópico y visionario, hasta el punto de que, rebelándose Norbert contra aquellos espíritus rutinarios, juraba ocultar en el fondo de su alma sus especiales cálculos científicos hasta el día en que le fuese posible aplicarlos. Creía ya, desde larga fecha, haber encontrado la solución del problema. La única dificultad que le detenía era el gran capital que se necesitaba. Ese capital estaba a la sazón reunido, y si a la Asamblea no le asistía el derecho para recuperarlo, como dijo muy bien Peter Gryphins, tenía, de seguro, el de emplearlo y gobernarlo a su antojo. ¿Adoptarían los concurrentes la solución que Norbert iba a dar a conocer? He aquí el punto esencial de la cuestión.

—¡Hablad! ¡Hablad! —repitió el auditorio.

—Expondré con claridad el plan que creo realizable —dijo el joven orador, deteniéndose un instante para beber un vaso de agua.