CAPÍTULO V

La oficina de «Queen-Street» en Melbourne

SIETE meses antes de la llegada del Dover-Castle a Suakin, tres hombres estaban reunidos en el piso bajo de una casa de Queen-Street, una de las más hermosas calles de la grande y rica ciudad de Melbourne, reina de Australia.

Aunque eran cerca de las doce del día, es decir, la hora de más ocupación para el comercio en las poblaciones anglo sajonas, aquellos hombres estaban ociosos, leyendo el Argus, el Herald y el Tribune, periódicos de la mañana.

Estaban sentados en lujosas y cómodas butacas de tafilete verde, delante de pupitres de caoba, en una vasta habitación separada del vestíbulo por hermosos cristales raspados, de una pieza, y en las vidrieras que daban a la calle se leía en letras de cobre:

ELECTRIC TRANSMISSION COMPANY (LIMITED)

Peter Gryphins, Vogel, Wagner and C.°

Sole agents.

En la pared de la derecha, una magnífica caja de caudales ostentaba su puerta de acero y sus complicadas cerraduras; en la de la izquierda había una chimenea de mármol en cuyo tablero se veían modelos de máquinas eléctricas y cables submarinos. El teléfono, discretamente colocado en un rincón, esperaba las comunicaciones confidenciales; ventanillos abiertos en los cristales raspados, estaban prontos a abrirse para recibir dinero uno, otro para informes, y el tercero para los pagos. Una riquísima alfombra turca cubría el piso; el conjunto, en fin, era brillante, opulento y tranquilo.

Demasiado tranquilo, a juzgar por la inacción de los tres socios.

—¿Ignaz Vogel? —dijo de repente uno de ellos.

—¿Qué se os ofrece, Peter Gryphins?

—¿Cuánto tenemos en caja?

—Siete libras esterlinas, once chelines y tres peniques.

—Bien poco es. ¿Y qué entradas hay para fin de mes?

—Un pagaré de veinte libras, sobre Wolf, que no pagarán tampoco como el mes pasado; cuatro libras que debe Johannsen, y dieciocho chelines que cobrar en casa de Krause.

—¿Y cuánto tenemos que pagar el día 30?

—Tres mil libras esterlinas, seis chelines y dos peniques.

—¿Deudas ineludibles?

—Absolutamente ineludibles e improrrogables, como que están suscritas con la firma social, llevan el timbre de la casa, el número de orden, y todo esto sobre papel con las armas reales.

—¿En esa cantidad no estarán comprendidas las cuentas corrientes y el alquiler de la casa?

—No, Peter Gryphins.

—¿Ni tu sueldo, ni el de Costerus Wagner, ni el de Muller?

—No, amigo Peter, ni siquiera el sueldo de la criada.

—Si es así, Ignaz Vogel, es probable que la casa Peter Gryphins, Vogel, Wagner y Compañía figure, hacia el día 7 del mes próximo, en la lista oficial de quiebras.

—Decid más bien en la de bancarrotas fraudulentas, Peter Gryphins, y diréis la verdad.

Con esta conclusión, más irónica que triste, los dos socios volvieron a empezar la lectura de los periódicos.

—¡Es culpa nuestra también! —exclamó al cabo de un instante Costerus Wagner, que no había hablado aún—. Hemos querido reunir en nuestro negocio todas las aplicaciones, sean o no posibles, de la electricidad... Esto no llama la atención del público; nos debíamos haber contentado con una idea sencilla, pero nueva, aunque fuese impracticable. Por ejemplo: el transporte de la electricidad y la fuerza de las olas y mareas. Esto lo hubiera comprendido; pero lo que hemos hecho... ¡Ah! ¡Si volviéramos a empezar!…

—He aquí a Costerus, que se lanza otra vez a las divagaciones —dijo Peter Gryphins levantando la vista.

—Mas… ¿no veis ¡cáspita! qué buen éxito tienen hoy todas las Sociedades por acciones?… Lo que se necesita es obligar a que obre la fantasía… Las «minas de platino del Congo», los «nidos de golondrinas de Formosa», los «betunes del Devonshire», los «cabellos postizos de la Herzegovina…» Cuanto más absurdo, tanto más gusta y seduce a los incautos. Pero cables trasatlánticos, máquinas de inducción, acumuladores eléctricos, ¿cómo queréis que eso llame la atención de las cocineras, de los jockeys ni de los señores, que son hoy los verdaderos detentores del capital?

El timbre de la puerta, dejándose oír en aquel instante, puso fin a las confidencias.

Se oyó un ruido de pasos, y poco después dos golpecitos fueron dados en el ventanillo de los pagos.

Ignaz Vogel, que lo abrió sin apresurarse, se encontró en presencia de una cara adornada con patillas rojas, y el diálogo empezó como sigue:

—¿El director Sr. Peter Gryphins?

—No está aquí.

—¿Ausente aún?

—Sí, señor.

—¿Cuándo vuelve?

—Tan pronto como concluya de arreglar un importante negocio que le ha llamado a Sídney.

Hubo un instante de silencio, y luego el visitante repuso, visiblemente contrariado:

—Venía para cobrar la factura de la caja… ¿no podríais pagármela? Ya son once las veces que he venido y me parece demasiado esperar…

—No tenemos orden para el pago. Pero si tenéis prisa y necesitáis dinero, podría pedir al señor director autorización a fin de saldar vuestra cuenta. Le escribiré esta misma tarde.

—No es porque necesite dinero —dijo el acreedor herido en su amor propio—; pero…

—¿Entonces no exigís que escriba? Muy bien, no lo haré —replicó Ignaz Vogel; y cerró el ventanillo.

Nuevamente se oyó el ruido de pasos que se alejaban, y algunas palabras de mal humor que hubo de pronunciar el acreedor al marcharse; pero no había transcurrido un cuarto de hora, cuando el timbre sonó otra vez, y un pesado paso hizo crujir el suelo del vestíbulo: llamaron a otro ventanillo, que Peter Gryphins abrió inmediatamente.

—Un fardo para la Electric Transmission Company, —dijo un mozo con gorra de hule—. Envío de Simpson, agente de cambio, Hercules street. ¿Queréis tener la bondad de firmar?

Peter Gryphins cambió una mirada de desconsuelo con sus socios, firmó, y abrió la puerta, en cuyo umbral el mensajero depositó un paquete y una carta, retirándose después. Peter Gryphins leyó en alta voz:

«Tengo el pesar de devolveros los quinientos títulos de vuestra Compañía que me habíais encargado de negociar. A pesar de todos mis esfuerzos me ha sido imposible colocar ninguno, y el estado del mercado no permite esperar en lo futuro un resultado más favorable.

Recibid, señores, mis saludos,

ARTHUR REGINALD SIMPSON.»

—¿Son acaso esos títulos los últimos que teníamos fuera? —interrogó Peter Gryphins.

—Los últimos. Todos los demás están encerrados y ordenados en aquel armario —replicó lgnaz abriendo una puerta disimulada en la ensambladura de la pared—. Diez mil hojas de magnífico papel de Holanda, que cualquiera daría a lo menos dos peniques por cada una, si no estuvieran impresas, y que ya no valen nada, absolutamente nada —añadió exhalando un suspiro.

Después de guardar el envío del señor Simpson en el único estante que estaba vacío, cerró el armario y se volvió a sentar.

—¡No parece sino que estas acciones están envenenadas! —gimió Costerus Wagner—. Yo comprendería que no se hubiesen colocado más que mil, ciento, cincuenta… ¡pero ni una sola! ¡Es extraño que no se haya encontrado en todo el continente austral un hombre, uno solo, que, comprendiendo nuestra idea, empleara para desarrollarla siquiera veinte libras esterlinas!

En aquel instante llamaron al ventanillo de los informes.

—¿La Electric Transmission Company? —preguntó un personaje descolorido y recién afeitado, irreprochablemente vestido, cuya cabeza salía de un cuello tersísimo y de nítida blancura.

—Aquí es —respondió Costerus Wagner, especialmente encargado de aquel negociado.

—¿Está cerrada la suscripción? —preguntó el recién llegado con ansiedad.

—¿Qué suscripción?

—La de esta Compañía.

—Sí, señor —replicó Costerus con tono de mal humor, porque creyó que su interlocutor se burlaba de él.

—¡Ah, cuánto lo siento!… ¡Cuánto lo siento! Hasta ayer no he leído vuestra circular en un antiguo número de el Herald; pero esperaba aún llegar a tiempo para tomar algunas acciones. ¡Dios mío, cuánto lo siento!

El socio seguía creyendo ser todo aquello una farsa en son de mofa; sin embargo, la fisonomía de su interlocutor era tan seria y demostraba tanto pesar por llegar demasiado tarde para participar de las ventajas de aquel magnífico negocio, que Costerus se tranquilizó al fin, y después de reflexionar breves instantes dijo al recién llegado:

—Cuando digo que la suscripción está cerrada, hablo de la pública. No nos queda de ella ni una acción; hemos tenido que limitar los innumerables pedidos que nos han hecho desde el primer día; pero a pesar de todo, si estáis dispuesto a hacer un sacrificio; es decir, a pagar una prima para tener la ventaja de poseer uno o más de nuestros títulos, tal vez pudiéramos decidir a alguno de los señores accionistas para que os cedieran… ¿Queréis muchas?

—¡Oh, Dios mío, no! Estando así las cosas, ya no me será dable realizar mi deseo; pero al menos quisiera adquirir veinte o treinta.

—¡Treinta acciones! ¡Casi cerca de mil libras esterlinas!

Costerus Wagner cambió una mirada con sus dos socios, mudos de sorpresa y de esperanza.

—Creo que podré arreglarlo —repuso con acento meloso—, si estáis dispuesto a pagar cada acción en veintiuna libras esterlinas, en vez de veinte. Pero es preciso que depositéis alguna cantidad a buena cuenta…

—Aquí tengo la suma completa —dijo el comprador enseñando un fajo de bank-notes.

—Muy bien. Voy a recibirla… Ignaz, hacedme el favor de extender un recibo. Tened la bondad, caballero, de pasar al otro ventanillo. ¿Vuestro nombre, señas y profesión?

—Tyrrel Smith, ayuda de cámara de sir Bucephalus Coghill, baronnet; 29, Curzon-street, en Londres, y aquí, en Australia, hotel Victoria, en Melbourne.

—Buena casa —dijo Costerus con una señal de protección—. Si acaso sir Bucephalus deseara algunos títulos en las mismas condiciones, nos consideraríamos muy honrados en poderle servir. He aquí vuestro recibo, caballero. ¿No tiene timbre? No. Ignaz, servíos dar un timbre al señor Smith. Los títulos estarán a vuestra disposición dentro de dos o tres días, sin falta alguna.

El ventanillo se cerró, y Tyrrel Smith se retiró muy satisfecho.

—¡Ochocientas libras! ¡Existían ya ochocientas libras en la caja de la Electric Transmission Company! Jamás había sucedido semejante cosa.

—¡Antes que nada —exclamó Ignaz Vogel apenas quedaron solos—, propongo un buen lunch!

La idea fue adoptada por unanimidad. Muller, el mozo de oficina, que se paseaba todo el día bostezando en el vestíbulo, salió en busca de provisiones, y bien pronto una soberbia merienda ocupaba en la mesa el sitio de los pupitres.

—Mi parecer es —dijo Peter Gryphins, cuando los estómagos empezaron a llenarse— que se proceda sin dilación al reparto del dividendo, y que esta noche cerremos la oficina. El accionista que soñábamos se ha presentado por fin, pero, no nos hagamos ilusiones: de seguro que será el único. No podemos esperar otras entradas, y debemos aprovecharnos de lo que ha caído…

—¡Aprobado! —exclamó Ignaz Vogel. Dando a Muller unos treinta chelines, nos quedarán doscientas doce libras esterlinas para cada uno, o sea cinco mil trescientos marcos alemanes. Es una pequeña suma que no satisfaría a nuestros acreedores, y que para nosotros es de gran utilidad.

—¡Medrados estamos con doscientas libras! —exclamó Costerus con aire desdeñoso—. ¿Cómo podéis siquiera pensar en un reparto tan mezquino? Teniendo una buena casa, situada en la mejor calle de Melbourne, ochocientas libras esterlinas en caja y la experiencia ya adquirida, ¿no sabríamos sacar partido de tan apreciables ventajas? ¡Sería una gran estupidez!…

Y Costerus Wagner apoyó su declaración con un formidable puñetazo dado en la mesa.

—¡Sería una gran estupidez! —repitió—. Así como os decía hace poco, lo que ha faltado a nuestra Sociedad es impresionar la imaginación de las gentes. Impresionémosla fuertemente, y no será un accionista como el de hoy el que hallaremos, sino diez mil, veinte mil; y no son ochocientas libras las que nos traerán, sino ochocientas mil, ochocientos millones, todo cuanto pidamos. Pues bien; yo tengo una idea que habrá de llamar poderosamente la atención del público; más diré: que le entusiasmará locamente.

—Veamos la idea de Costerus, dijeron a dúo Ignaz y Peter.

Wagner tenía sobre sus compañeros la inmensa superioridad que da siempre la instrucción. Su historia era singular; podía considerársele como un ejemplo típico de lo que son las facultades eminentes y el ingenio más caracterizado cuando no van acompañados por el buen sentido y por una conducta regular. Costerus Wagner había sido uno de los mejores alumnos del Friedrich-Karl-Gymnasium de Berlín y de la Universidad de Goettingue. A los veinte años era doctor en filosofía; tenía fama entre los jóvenes más distinguidos por su saber en Alemania, y estaba colocado como auxiliar en el Observatorio de Hildesheim. A los veinticinco era conocido en el mundo científico como autor de una notable Memoria sobre la irradiación de las estrellas. Desgraciadamente su carácter no respondía al vigor de su inteligencia. Estando en la Universidad se habituó al repugnante vicio de la embriaguez; era descuidado en el cumplimiento de los deberes sociales, y faltaba a todas las conveniencias; además, exageraba su propio valer y se creía siempre lastimado en sus derechos por ocupar un puesto secundario y no pertenecer aún a la Academia de Ciencias. Sus maneras bruscas y desdeñosas para sus jefes, y los continuos escándalos que daba en su vida privada, habían preparado poco a poco su caída definitiva, no faltando más que una ocasión para consumarla, y ésta no se hizo esperar. Costerus, sin embargo, luchó con su desgracia, y procuró vivir dando lecciones como profesor libre, o privat docent; mas dominado por sus vicios, ya muy arraigados en su alma, el resultado fue siempre triste para él en todas partes y situaciones.

Habiendo llegado al último grado de la miseria y de la desconsideración, emigró, y se fue a Melbourne; ya allí, como a pesar de su degradación su inteligencia conservaba siempre cierta superioridad, concibió el proyecto de aplicar a la industria los recientes descubrimientos sobre el transporte de las fuerzas mecánicas por la electricidad. En Melbourne había entablado relaciones con Ignaz Vogel, compatriota suyo, y con Peter Gryphins, americano, que había ganado algún dinero como empresario de una compañía acróbata que recorría las ferias y exhibía un enano monstruoso, fundó con ellos la casa de Queen-Street. El éxito no respondió a sus esfuerzos. La idea fundamental era buena tal vez, teniendo por base experimentos de gran interés; pero adolecía de la falta de ser demasiado nueva y presentada por hombres completamente extraños a las costumbres del mercado de Australia. Los tres socios concluyeron pronto con los capitales que habían reunido, pues el dinero se fue en gastos de instalación y de publicidad, en sueldos para sí mismos y en primas para intermediarios que, en honor de la verdad, les engañaron con falsas promesas. A los seis meses estaban ya faltos de recursos y a punto de quebrar.

En tal estado de cosas y en tan crítica situación, fue cuando Tyrrel Smith trajo las tan bien venidas ochocientas treinta libras, a partir de cuyo momento Costerus Wagner concibió el proyecto de empezar de nuevo, dirigiéndose a la credulidad pública para explotarla.

—¿Tenéis algunas nociones de astronomía? —preguntó a sus consocios—. ¿No? Poco importa, o, más bien, tanto mejor. Estáis en el mismo caso que el público a quien se trata de embaucar. Sabed, pues, que la Tierra en que vivimos es uno de los planetas que giran alrededor del Sol. Es un astro como los demás, un globo de poca importancia, que puede compararse a una bala de cañón colosal, girando sobre sí misma como si fuera un peón, describiendo al mismo tiempo en derredor del Sol una curva anual, que no es un círculo, pero sí una elipse. Otros planetas análogos, unos más grandes y otros más pequeños que la Tierra, se encuentran igualmente suspendidos en el espacio a diferentes distancias del Sol. ¿Cuál es la fuerza que los mantiene así? me preguntaréis.

Os responderé, sin entrar en explicaciones más complicadas, que se sostienen de tal modo por el movimiento mismo que los anima, y por la atracción que esos globos ejercen unos sobre otros. Entre dichos planetas los hay bastante cercanos a nosotros para que se pueda augurar ya la hora en que la humanidad terrestre entre en relación con ellos por medio del telégrafo óptico o por cualquier otro descubrimiento. Tal vez llegue el hombre un día a viajar de un planeta a otro, como se hace hoy día de Londres a París, a Melbourne o a San Francisco; mas no hemos aún llegado a eso…

Pero entre los mundos que nos rodean, los que más cercanos están a nosotros, y que la astronomía contemporánea empieza a conocer con bastante exactitud, hay uno que forma parte, por decirlo así, de nuestro sistema planetario, y que se puede considerar como dependiente de la Tierra: tal es su satélite la Luna.

Debo advertiros que ésta, según todas las apariencias, ha formado parte, en tiempos remotos, de la materia en fusión de que se componía la Tierra en su origen, y se ha separado de ella en una época relativamente reciente. Tiene un movimiento propio de rotación alrededor del globo; pero obedece también al que nos lleva con él en derredor del Sol. En cuanto a la distancia que separa la Luna de nosotros, es tan pequeña, que por los cálculos de la astronomía se la puede considerar como nula. Bastará, para que me comprendáis, deciros que rodamos a catorce millones de leguas de Marte, que es el que más cerca se halla de nosotros, mientras que la Luna sólo dista 90.000 leguas de la Tierra. La diferencia es proporcionalmente la misma que entre ciudades alejadas respectivamente 411 leguas o una.

Un telegrama iría desde aquí a la Luna en segundo y medio. Existen seguramente turistas y guías alpinos que han recorrido a pie, sobre la Tierra, tanta distancia como hay de aquí al astro de la noche; de modo que se la puede considerar como un arrabal de nuestro planeta,

—Es verdad —dijeron a un tiempo Peter Gryphins e Ignaz Vogel, que abrían cuanto podían los ojos para comprender mejor.

—Pues bien —repuso Costerus Wagner, que se había levantado y andaba de arriba abajo por la sala—; dada la proximidad de la Tierra a la Luna, ¿no os sorprende que no se haya intentado aún ir de uno a otro globo?

—Creía que así lo habían hecho en América por medio de un prodigioso cañón y de un obús-vagón —dijo entonces Peter Gryphins.

—Sí: un francés lo intentó y lo realizó con éxito completo; su empresa es de gran valor respecto a lo que nos ocupa; pero es única en su género, porque tenía por base medios excepcionales y muy difíciles de reproducir.

Mi idea, esto es, la que os propongo para que la sometamos al público, o, por mejor decir, para que la pongamos en ejecución, tendría una gran importancia industrial. Se trata de conquistar positivamente la Luna; entiendo por esto, abrir comunicaciones directas y definitivas con ella, y poder ir y venir cuando se quiera; en una palabra, anexionarla a nuestro mundo con todas sus dependencias y todas sus riquezas, conocidas y desconocidas.

—¿Es eso posible?… —preguntó Ignaz Vogel.

—Así lo creo sinceramente. Mas permitidme que os diga, carísimo amigo, que eso nos importa poco. Todo el negocio se reduce a constituir una Sociedad por acciones para la conquista de la Luna. La cuestión no es que esto sea posible, sino que lo parezca…, y es cosa que me incumbe. Y añado que el viaje a la Luna, de que ha hecho mención Gryphins, nos ayudará en nuestro negocio más de lo que podéis creer.

—Pero ¿qué interés tendrán en tomar dichas acciones? —preguntó con acento de duda Peter Gryphins.

—¿Qué interés? —replicó con vehemencia Costerus—. Pues me parece sobradamente claro. Suponed que os ofrecen un mundo completamente nuevo, lleno de riquezas minerales de todas clases, oro, plata, platino, piedras preciosas, hulla, mármoles, sal y todo cuanto pidáis. ¿Creéis que nadie rehusará esas ventajas?

—¿Y todo eso que decís se encuentra en la Luna?

—No sólo eso, sino otras muchas cosas más: es notorio, y así resulta de todos los trabajos astronómicos que se han hecho desde cincuenta años a esta fecha, y también consta en todos los tratados especiales.

La Luna es ya tan conocida como si el hombre hubiera permanecido en ella durante mucho tiempo. Existen mapas geográficos de aquel planeta; conocemos sus mares y sus continentes; hemos medido la altura de sus montañas y les hemos dado nombres; hemos fotografiado su aspecto, y, por analogía, hemos adivinado su composición química. En fin, no queda más que tomar posesión de aquel mundo, descrito con más minuciosidad que el África y la Australia centrales, la Nueva Guinea y las regiones polares del globo terrestre.

—¡Entonces, vámonos allí en seguida! —exclamó Peter Gryphins entusiasmado—. Pido que se me dé ahora mismo un billete para el viaje.

—Ese billete costará algo caro —respondió Costerus Wagner con tono significativo—. Y por eso nos dirigiremos, amigos míos, si os parece bien, al que tiene más dinero en su caja que los mismos Rothschild: al Señor Todo el Mundo.

—¡Costerus, dejad que os abracemos! —dijeron Peter e Ignaz apretándole contra su pecho—. Si vuestro proyecto es tan claro como vuestras explicaciones, tenemos hecha nuestra fortuna; y ya no por millares, sino por millones, las libras esterlinas entrarán en nuestra caja.

—Pues bien, en ese caso, redactemos en seguida el prospecto —replicó Costerus—, y que desde mañana aparezca en todos los periódicos.

REDACTEMOS EN SEGUIDA EL PROSPECTO.

Dicho y hecho; se sentó en su pupitre, y tomando un pliego de papel, lo encabezó de la manera siguiente:

«SELENE-COMPANY limited. Sociedad en comandita para la conquista de la Luna. Capital social: dos millones de libras esterlinas.»