CAPÍTULO III

En el desierto de Nubia

LA PEQUEÑA caravana, guiada por Mabrouki-Speke, debía dirigirse, en primer lugar, hacia el Oeste por el camino de Berber, y después, volver al Sur en dirección al oasis de Rhadameh. Aquella vía atraviesa, al salir de Suakin, una región, montañosa y muy accidentada; mas pasadas algunas horas de marcha, el paisaje cambia de aspecto, llenándose de dunas áridas, que ondulan hasta perderse de vista, en el horizonte. El camino es un simple sendero trazado por el paso de las caravanas, y que tiende siempre a desaparecer bajo la arena que levanta el simún; pero de vez en cuando el esqueleto de un caballo, de un camello o de un hombre sirve en cierto modo de mojón indicador.

Tal es, hasta el Nilo, la parte del desierto de Nubia que se extiende entre el mar Rojo y el río, en una anchura de unas ciento diez leguas.

El aspecto no se parece en nada al del desierto de Sáhara, si bien es quizás más triste y más monótono aún que éste.

Después de una seria deliberación habida entre los tres comisionados, Costerus Wagner, Ignaz Vogel y Peter Gryphins, se decidieron éstos a quedarse en Suakin; y aun cuando Norbert creyó ver en esa resolución un pensamiento hostil, se alegró bastante, pues la compañía de tales individuos no tenía encanto para él. La caravana no se componía, por lo tanto, más que del Sr. Kersain, de su hija; del doctor Briet, del baronnet y de Norbert, a caballo todos y seguidos por los criados.

Gertrude llevaba un traje de montar de cutí blanco, y en la cabeza una especie de casco de tela con velo de gasa azul, que le sentaba muy bien, e iba escoltada por su joven doncella Fatima, en traje árabe, y montando una mula negra como el azabache. Abrían ellas la marcha, los cuatro jinetes las seguían, y Mabrouki-Speke guiaba a todos.

GERTRUDE LLEVABA UN PRECIOSO TRAJE DE MONTAR, Y EN LA CABEZA UN CASCO DE TELA.

La retaguardia se componía de siete camellos cargados de víveres, de agua y de diversos objetos para formar campamento; y por cierto que no era esa la parte menos pintoresca de la caravana. Iban primero cinco criados árabes, encaramados en el cuello de sus camellos, entre los odres y los fardos, no viéndose de su persona sino parte de su cara bronceada, oculta entre los pliegues de sus blancos albornoces; luego otros dos de aspecto muy diferente; el uno era Tyrrel Smith, ayuda de cámara de sir Bucephalus, que parecía disgustado por el trote duro y desigual de su cabalgadura; el otro, muchachón de cara morena y alegre, vestido con traje gris y llevando en la cabeza un gorro argelino, era Virgile, el brosseur (1) del Sr. Mauny.

Y decimos brosseur, por la sencilla razón de que esa era la palabra con que contestaba cuando le preguntaban por su profesión; y en verdad que ningún vocablo podía definir mejor sus ocupaciones. Hasta entonces había sido asistente de oficiales franceses en un regimiento de tiradores argelinos, a que pertenecía el hermano de Norbert, capitán del ejército africano; y cuando supo éste que el joven astrónomo partía para el Sudán, eligió a Virgile entre todos para que le asistiera, porque sabía lo mucho que para compañero y para sirviente valía, por su asiduidad y esmero en toda clase de servicios.

Este buen muchacho no podía aspirar a la dignidad de ayuda de cámara, ni de cocinero, cochero o groom. Ignoraba por completo los principios más elementales de la etiqueta, y desconocía las más pequeñas exigencias de la vida culta; era un brosseur, y nada más; pero un brosseurlleno de recursos, incomparable, lo que se llama en campaña un búscalo todo.

En aquel momento Virgile se divertía mucho, viendo la cara, cuidadosamente afeitada, de Tyrrel, en la que se dibujaba un gran descontento.

—Y bien, amigo —le dijo, dándole un golpecito en el hombro, cosa fácil, puesto que sus camellos andaban a la par—: me parece que os hallaríais mejor en un vagón de primera clase, ¿no es verdad?

Además de que semejante familiaridad no gustaba al Sr. Tyrrel Smith, comprendía muy poco el francés; así es que se contentó con hacer una mueca desdeñosa, queriendo dar a conocer la gran diferencia que existe entre el ayuda de cámara de un baronnet y el brosseur de un simple astrónomo.

Pero Virgile no notó siquiera el aire de superioridad de su compañero. Cogió una calabaza, artísticamente esculpida, que llevaba colgada del cuello por un cordón encarnado como su gorro, y la presentó a su compañero de viaje.

—Probad esto, camarada; creo que os gustará, —dijo sonriendo.

Esta fineza tocó precisamente la cuerda sensible de Tyrrel Smith, que era apasionado del aguardiente francés, y por lo tanto no se hizo rogar para llevarse la calabaza a los labios, no devolviéndola sino después de un prolongado beso. Este sacrificio, hecho en honor del dios Baco, le desató la lengua y le hizo recordar algunas palabras francesas.

—¿A qué hora… llegar… nos… hotel? preguntó con un gran esfuerzo para aparecer amable.

—¡Al hotel! —exclamó Virgile—. Supongo que no creeréis que las fondas surgen en el desierto de Nubia como las setas… Es probable que hagamos alto a las doce de la noche para descansar tres o cuatro horas debajo de una tienda, y después de tomar un ligero refrigerio, volveremos a ponernos en marcha.

—¿Pero… los gentlemen… y las ladies? —dijo Tyrrel.

—Pues bien; los gentlemen y las ladiesdormirán, lo mismo que nosotros, en una manta, comerán un bocado, y volverán a montar.

—Yo… desaprobar… fuertemente… para sir Bucephalus.

La emoción impidió a Tyrrel el que acabara de formular su pensamiento. La idea de que su amo se viera reducido a semejante régimen, le produjo un acceso de spleen, del que no salió hasta que, a eso de las doce, llegaron al sitio designado por Mabrouki para punto de descanso, en la bifurcación del camino de Rhadameh y de Berber.

Esta primera etapa fue recorrida con mucha valentía por hombres y mujeres. Una vez apeados, los criados árabes encendieron antorchas, plantaron palos y levantaron tiendas. Hecho esto, nuestros viajeros se sentaron en el suelo, alrededor de una alfombra cubierta de provisiones, que comieron con gran apetito.

Tyrrel Smith notó con gran pesar la absoluta carencia de servicio de mesa. Protestó contra esa violación de las leyes de la etiqueta, colocándose detrás de su amo, sombrío e inmóvil, con frac, corbata blanca y guantes del mismo color, permaneciendo así durante todo el tiempo que duró la comida.

Terminada la cena, Gertrude y Fatima se retiraron a una de las tiendas, los tres franceses y el baronnet se recogieron en otra, y todos no pensaron más que en descansar.

Pero su reposo no duró mucho. Apenas hacía una hora que estaban dormidos, cuando fueron despertados por una gran algazara de voces y por las pisadas de hombres y caballerías.

Fatima salió de la tienda para ver qué ocurría.

—Es una tribu de bereberes que va a ver al mogaddem de Rhadameh —dijo volviendo en seguida—. Son lo menos ciento, montados en burros.

—¡Es menester ver eso! —exclamó Gertrude, que se levantó para ir en busca de su padre y de los demás viajeros, ya levantados también para examinar a los recién llegados.

Los bereberes montaban todos asnos muy pequeños, que guiaban con un simple ronzal. Había entre ellos algunas mujeres y una docena de niños completamente desnudos, y cuyo primer cuidado, al ver un charco de agua estancada cerca del campamento, fue ir a revolcarse en ella. Los recién llegados se instalaron también allí, y poco después el silencio reinó de nuevo en el desierto.

De repente, un ruido inesperado vino otra vez a turbar el sueño de nuestros viajeros.

—¿Qué es eso? —preguntó Gertrude asustada.

—¡Un asno que rebuzna! —respondió Fatima.

Era, en efecto, uno de los borriquillos, que, satisfecho, sin duda, por haber encontrado un poco de hierba y alguna frescura, expresaba su alegría de ese modo, no por notas agudas, como sus hermanos de Europa, sino por una escala de sonidos bajos y profundos, que es cosa mucho más molesta. El solo de ese maestro cantor duró lo menos tres minutos.

—¡Por fin! —exclamó la señorita Kersain cuando el burro acabó su canción—; ¡ya somos felices!

Pero otro empezó en seguida.

—¡Ay! —dijo Fatima desconsolada—. ¡Todos van a hacer lo mismo, uno después de otro!

—¿Qué quieres decir?

—¡Oh! Lo sé perfectamente, amita mía; cuando uno empieza; todos le imitan… Son más de sesenta; tenemos música para tres horas, por lo menos.

—¿Estás segura de ello?

—¡Vais a oírlos! ¡bien los conozco! —replicó Fatima con tristeza.

—¿Entonces no vamos a poder dormir?

—¡Ay, no!

—¡Pues estamos divertidas!

Conversaciones del mismo género habían empezado en las demás tiendas, porque por todos lados se oían voces y exclamaciones de disgusto. Mientras tanto, un tercero, un cuarto y un quinto borriquillo proseguían la lenta y monótona serenata.

Tyrrel Smith fue el menos paciente de los auditores. pues salió de su tienda armado de un bastón, con el que pegaba a diestro y siniestro a los borricos, diciendo:

—¿Os callaréis, horrorosos animales? ¡No podéis dejar dormir a un gentleman! —gritaba furioso.

Pero los burros, dominados por un verdadero frenesí musical, entonaron en coro una formidable melodía. Tyrrel Smith, cegado por su celo, y tomando este crescendo por una provocación personal, pegaba cada vez más fuerte, sin atender a los gritos y vociferaciones de los bereberes, escandalizados por semejante conducta.

Virgile acudió a su vez.

—¡Deteneos! —exclamó—. No hacéis así otra cosa que excitarlos cada vez más. Conozco el medio de hacerlos callar; venid conmigo.

Llamó a los demás criados y les dio sus instrucciones, y en seguida, con general sorpresa, una tranquilidad profunda sucedió a aquel ruido infernal.

El medio empleado por Virgile era de los más sencillos. Sabiendo que los asnos no pueden rebuznar a sus anchas sino con la cola hacia arriba, imaginó obligarles a bajar ese apéndice, reuniéndoles en derredor de los fardos y atándolos por la cola a las cuerdas de los paquetes. El argumentó pareció sin réplica a los borriquillos, que no volvieron a rechistar.

Después de reír mucho por el invento de Virgile, todos se fueron a descansar.

A las cuatro de la mañana, Mabrouki anunció, por medio de su carraca, que había llegado la hora de ponerse otra vez en camino. Los viajeros salían ya de sus tiendas, y oyeron a Virgile decir con tono de enfado:

—¡Ah, perros árabes! ¡Ladrones consumados! ¡Ya me las pagaréis!…

—¿Qué sucede, Virgile, qué ocurre? —preguntó el Sr. Mauny, acudiendo a las voces de su criado.

—¡Hay… hay que esos perros negros del demonio se han marchado antes que nosotros, llevándose todas nuestras provisiones!

—¿Es posible?

—Vedlo. ¡Todo se lo han llevado! La carne, las conservas, la galleta… ¡hasta los odres del agua…! Y esto nada más que por maldad, porque tenían aquí bastante agua, sin precisión de llevar la nuestra.

—Es menester perseguirlos —dijo Norbert—; no deben de estar muy lejos aún.

—¿Qué os parece, Mabrouki? —preguntó el Sr. Kersain.

—Que no adelantaremos nada. Suponiendo que los alcancemos, como habrán tenido buen cuidado ya de ocultar los víveres entre la arena, se separarán en cuanto nos vean y no conseguiremos rescatar los objetos robados.

—Pues bien; ¿qué hacer en este caso? ¡No podemos, sin embargo, exponernos a morir de hambre!

—Hay un medio.

—¿Cuál es?

—Ir a la zaouia de Dais a comprar algunas provisiones.

—¿Está lejos?

—A unas tres leguas de aquí, hacia Levante; pero el camino es demasiado malo para los caballos.

—Entonces, ¿qué partido debemos tomar?

—Si queréis, iré yo con dos hombres y dos camellos, y os alcanzaré en la primera parada; no tenéis más que ir siempre en línea recta al Sur; uno de los árabes os guiará.

Este plan fue adoptado y ejecutado sin perder más momento que el necesario para recoger las tiendas.

Mabrouki partió en seguida.

En aquel instante apareció un ser tan extraño, que fue muy difícil reconocer con aquel aspecto al correcto o irreprochable Tyrrel Smith. Era, sin embargo, él; pero tan mojado y cubierto de barro de pies a cabeza, que su estado resultaba bastante lastimoso. Una carcajada general acogió su llegada.

—No lo entiendo —dijo—; es preciso que haya llovido mucho, pues cuando me he despertado me he encontrado así.

—¿Habláis formalmente? —preguntó Virgile estupefacto; mas luego, reflexionando, corrió a la tienda que había ocupado el ayuda de cámara modelo, y la encontró inundada. El suelo formaba un charco, en medio del que nadaban los odres, antes llenos y a la sazón completamente vacíos.

—¡Otra picardía de esos perros bereberes! —dijo Virgile—. Es la recompensa de los palos que habéis dado a sus borriquillos.

—¡Felicitémonos porque no se han llevado los odres! —exclamó el doctor Briet, muy optimista por naturaleza—. Así podremos llenarlos en este charco.

—Sí —dijo Virgile—. Llenarlos con el agua en que se han limpiado los negritos.

—¿Cómo es eso?

—Tanto se han revolcado en él, que no queda una sola gota de agua potable; ya no es más que fango.

Los viajeros observaron con gran pena que Virgile decía la verdad. En cuanto a Tyrrel Smith, su indignación no tenía límites.

—¿Ya no hay agua? —preguntaba con voz ahogada por la emoción.

—¡Ni una sola gota!

—Pero entonces —dijo rojo de ira Tyrrel Smith—, ¿cómo preparar yo el tub de sir Bucephalus?

—¿El qué?

—El tub… el baño… vamos.

—¡Ah, bueno! —exclamó Virgile—. Eso es lo que menos me preocupa; os lo aseguro.

Pero esta contestación no consoló a Tyrrel Smith.

Se pusieron en camino, sin mucho entusiasmo esta vez, pues todos sintieron no tener algo que comer. Algunos instantes antes de partir, habían visto a Virgile arrancar puñados de hierba seca y recoger pedacitos de leña, haciendo con ello un haz bastante regular.

—¿Teméis helaros en el camino, y pensáis encender fuego encima del aparejo? —le preguntó Tyrrel, herido aún por sus burlas.

—Habéis adivinado la cosa —replicó Virgile sin alterarse lo más mínimo.

El sol no había salido todavía; el aire era suave y fresco; andando y hablando, los viajeros olvidaban que no se habían desayunado, y que el almuerzo era muy problemático.

El doctor Briet, siempre lleno de curiosidad para saber lo que Norbert y su comité de vigilancia venían a hacer en el Sudán, procuró por dos o tres veces sorprender su secreto, pero el joven sabio eludía siempre sus preguntas; y en cuanto al inglés, apenas respondía sino con algún monosílabo.

Después de tres horas de marcha, llegaron al lado de un grupo de árboles anémicos; el suelo estaba cubierto de musgos y césped, cuyas hojas delgaditas parecían cristal hilado. El guía árabe declaró que aquel era el sitio designado por Mabrouki para reunirse a ellos, y sin vacilación alguna se estableció inmediatamente el campamento; mas en vano buscaron el agua que la verdura hacía esperar, pues no encontraron ni muestras de ella.

Pasaron dos horas esperando a Mabrouki. El sol estaba bastante alto, el calor empezaba a molestar, y los estómagos se hallaban hambrientos.

—¡Tenemos escopetas! —exclamó de repente Virgile—. ¡Yo no veo la necesidad de que esperemos más tiempo para almorzar!

Y antes de que se le pudieran pedir explicaciones, las daba él, matando dos pájaros de la familia de los faisanes, que descubrió en la cima de una palmera.

Sir Bucephalus y Norbert, viendo que el ingenioso Virgile había encendido lumbre con la leña que trajo de la primera etapa, y que se disponía a desplumar a los faisanes, imitaron su ejemplo y mataron una docena más de aves de diferentes especies. Era ya bastante para que se desayunaran; pero algo de pan no hubiera estado de más, y así lo hizo notar Gertrude.

—¡Pan!… —exclamó Virgile—. ¡Nada más fácil que tenerlo! ¡Es asunto de un cuarto de hora!… ¡Eh, compañero! —añadió dirigiéndose a Tyrrel Smith—. ¡Venid por aquí conmigo!…

Y le llevó hacia una hondonada abierta por las lluvias, en la que crecía una especie de caña, de dos o tres metros de largo.

—¿Qué haríais con esto? —preguntó al ayuda de cámara en tono de burla.

—¿Con esas cañas? ¡No sé para qué pueda serviros eso!…

—No son cañas. En Argelia se llama sorgo, y los habitantes de este país le dan el nombre de dhoura; no es de primera calidad, tal vez; pero cuando no hay donde elegir… Empezaremos por hacer la recolección, y luego nos transformaremos en panaderos…

Hablando de esta manera, cortaba varios tallos de sorgo, cargados de grano, y, haciendo haces, los llevaron al campamento. El grano estaba en perfecto estado de madurez, y se molió perfectamente entre dos piedras.

—¡Pero para hacer pan, es menester agua! —dijo el doctor.

—Estoy pensando en ello —respondió Virgile.

Y metió la mano en su bolsillo, sacando una bala de plomo y cargando cuidadosamente su escopeta. Luego se puso a mirar con mucha atención una enorme higuera, que, de forma rara y completamente desprovista de ramaje, estaba situada a unos treinta metros de distancia. De repente alzó la escopeta, y tiró a aquel tronco.

—¡Bueno! —exclamó Smith—. ¡Ahora se entretiene en tirar al blanco!…

El tiro salió, la bala penetró en la higuera, y en seguida un hilito de agua fresca y clara salió por la herida.

Fatima abría los ojos cuanto podía, y no estaba lejos de considerar a Virgile como brujo. Éste cogió un odre y se puso a llenarlo en su improvisada fuente.

—¡Lo que es el ingenio! —exclamó el doctor—. Ya sabía yo que los habitantes del Sudán tienen por costumbre ahuecar ciertos troncos de árboles para transformarlos en aljibe, cerrándolos con cuidado; pero jamás creí hubiera agua en aquella higuera, ni hubiera tratado de buscarla así.

—¡Oh! No soy el inventor del procedimiento —dijo Virgile con modestia—. Los tuaregs tienen por costumbre abrir así sus depósitos, y como esa higuera me pareció serlo, he querido saber si me equivocaba. Pero este odre está lleno ya… señor Smith; hacedme el favor de sostenerle para que vaya yo a buscar los otros.

El doctor fue a reunirse con los demás viajeros que habían buscado en la tienda de campaña un abrigo contra los ardores del sol, y les contó la hazaña de Virgile.

Todos quisieron ver el árbol maravilloso, y beber cuanto antes algunos sorbos de agua.

Al llegar al pie de la higuera, hallaron a Virgile de pésimo humor.

—¡Ya no hay agua!… —exclamó—, y no sé en dónde se ha metido Tyrrel con el odre lleno que le he entregado… ¡Smith!… ¡Smith!… —decía a voz en grito.

—¿Qué queréis? —respondió desde lejos el ayuda de cámara.

—¿En dónde estáis? Y, sobre todo, ¿qué habéis hecho del agua?

—¡El agua!… ¡Cáspita! ¡Aquí está!…

Y la cara flemática de Tyrrel Smith apareció en el umbral de una de las tiendas.

Virgile echó a correr en aquella dirección, seguido por los sedientos viajeros; pero un espectáculo inesperado se ofreció a su vista.

El modelo de los criados había sacado del fondo de su cofre un magnífico tub de goma, lo había colocado en el suelo y había vertido en él hasta la última gota, perfumando el agua con un frasco de vinagre de olor; hecho esto, se puso muy satisfecho a esperar con un peinador blanco en el brazo, y dijo a sir Bucephalus, con tono enfático, inclinándose ante él:

—¡El baño del señor está pronto!

Virgile, lleno de cólera, dio un salto hacia Tyrrel, queriendo estrangularle.

—¡Triple animal! —decía a su vez el baronnet—; ¡esta es otra bestialidad!… Señorita y caballeros, no sé, en verdad, cómo disculparme… Creed que no he participado de la increíble tontería de mi criado, y no sé lo que me detiene para no echarlo boca abajo en su maldecido baño.

Tyrrel Smith, más admirado que contrito, parecía no comprender el motivo de aquellos reproches. ¡Tan natural le parecía lo que había hecho!

Si hubiesen dejado obrar a Virgile, se hubiera encargado seguramente de modificar este modo de ver; pero, felizmente para las orejas de Tyrrel Smith, Mabrouki-Speke llegó en aquel momento.

Se había retrasado más de lo que creía, por el pésimo estado del camino y la lentitud de los moradores de la zaouia; pero, en fin, traía provisiones, agua fresca y cuanto se necesitaba. Todos se reían de la malaventura de Virgile, quien se prometió vigilar a su compañero Tyrrel.

El viaje concluyó sin más percances.

A la puesta de sol volvieron a ponerse en camino, para detenerse a las doce y volver a partir a las cuatro de la madrugada, a fin de llegar temprano a la residencia del mogaddem.