CAPÍTULO IV

El «mogaddem» y su enano

ERAN las siete de la mañana, y el sol atrasaba ya, cuando Mabrouki-Speke, extendiendo el brazo hacia una mancha blanca que se dibujaba en el horizonte dijo:

—¡He ahí Rhadameh!

Todos los anteojos salieron de sus estuches, y nuestros viajeros divisaron un cimborrio, un minarete y unos muros blanquísimos entre el verde de los árboles.

—Llegaremos antes de tres cuartos de hora —añadió el guía.

—¡Ya es tiempo! —exclamó la señorita Kersain, llevándose las manos a la cabeza—: este casco me sofoca, y no me atrevo a quitármelo.

—¡Guardaos bien de hacerlo así! —dijo Norbert con solicitud—; tendríais una insolación, que es menester evitar.

—Más quisierais que hiriese otra cabeza, la mía, por ejemplo —dijo riendo el doctor Briet, enjugándose la frente—. ¡Estos jóvenes astrónomos carecen por completo de previsión! ¡Figuraos qué sería de los expedicionarios faltándoles el médico! ¡Y sin embargo, por más que me he quedado sin nada en la cabeza, no lo habéis notado siquiera!…

En menos de media hora la pequeña caravana llegó al pie de la colina; los caballos y los camellos subieron con mucho ahínco por un camino pedregoso, y pronto se detuvieron en una especie de plaza cerrada al Este por los muros de la zaouia (nombre que se da en Oriente a los conventos o sitios que sirven de residencia a un dignatario eclesiástico).

Los viajeros se apearon en medio de una turba de peregrinos de diferentes colores, edades y tribus, venidos para consultar al célebre mogaddem.

Allí se hallaban negros de Darfur y de Kordofán; árabes con grandes albornoces, turcos con pantalones bombachos, y hasta mercaderes judíos, bullendo por entre los caballos, los asnos y los camellos.

Algunos de aquellos borricos se parecían mucho a los que Virgile había curado de su monomanía musical. Pero ¿cómo asegurarse de que eran los mismos, o reconocer en aquella masa heterogénea de hombres, mujeres y niños a los bereberes entrevistos sólo de noche? Nadie pensó en ello, pues tenían todos prisa por despachar los negocios, y por consiguiente por ver al mogaddem.

Éste recibía los homenajes de los fieles en un vasto salón enlosado, que daba salida a la plaza por una puerta de dos hojas.

Siendo libre la entrada a dicho recinto, los viajeros penetraron en él, como todo el mundo.

Su primera inspiración fue la del placer físico que experimentaron al encontrarse en una gran nave abovedada, recibiendo la luz tan sólo por una ventana muy alta, con cristales de colores, y cuya deliciosa frescura deleitaba, principalmente cuando acababan de sufrir un calor tórrido y un sol que abrasaba la vista.

Cuando su vista se acostumbró a la semioscuridad que reinaba en aquel lugar, divisaron al otro extremo del salón a aquel que venían a buscar.

El santo varón estaba sentado a la usanza árabe, en medio de una maravillosa alfombra cuadrada, único adorno visible en la desnudez del suelo y de las paredes.

Vestía una amplia camisa de cotonía, y un estrecho turbante blanco cubría su cabeza; estaba inmóvil, con los ojos mirando al suelo, y como absorto en una profunda meditación. Su delgadez era extraordinaria, y aunque aparentaba apenas unos cuarenta años, numerosos hilos de plata se veían en su barba negrísima. Pasaban por entre sus dedos, delgados y secos como los de una momia, las cuentas de ámbar de un pesado rosario; si no hubiera sido por el movimiento de sus manos, se hubiera podido creer que estaba privado de sentido, pues su boca no parecía ni alentar siquiera, y sus párpados no se movían tampoco para pestañear.

Los fieles se apretaban alrededor de la alfombra, siguiendo con ávida mirada el movimiento de las cuentas de ámbar bajo los dedos del mogaddem. De vez en cuando una fila de músicos, apoyados en la pared de la izquierda, pegaban con la palma de la mano en su tam-tam. Un lúgubre gemido llenaba entonces la nave, y un estremecimiento, debido a la acción de sagrada idea, invadía a todos los concurrentes. Parecía que esperaban algo, y muchas veces no en vano.

Un palo seco, tirado como por casualidad delante del mogaddem, se levantaba de repente, silbando y arrastrándose con un movimiento onduloso, hasta sus pies venerandos. ¡Era una serpiente!…

Ya los fieles se abalanzaban para salvar al profeta…; pero el reptil alargaba la cabeza y se echaba dócilmente, volviéndose palo otra vez. También acontecía que por una estrecha abertura, practicada en medio de la bóveda, entraban algunas blancas palomas que iban a posarse alrededor del santón, y que de repente, debido a una señal, y a veces a un suspiro, se quedaban a tres metros del suelo, con las alas desplegadas, e inmóviles cual si se hallasen suspendidas en el espacio… Otra señal u otro suspiro, y todas volvían a emprender el vuelo…

Los fieles quedaban estupefactos ante tales prodigios, y a cada nuevo milagro se despojaban apresuradamente de todo lo más precioso que poseían: un puñal con vaina de plata, una bolsa de seda, un coco primorosamente tallado, cuanto tenían de algún valor, lo echaban a los pies del santón: pero él, indiferente a tales manifestaciones, continuaba en su divino éxtasis. Era preciso, para atraer su atención, ofrendas de mayor importancia, como, por ejemplo, una pieza de tela de seda, una escudilla llena de polvo de oro, un pedazo de marfil… Entonces suspiraba, levantaba sus pesados párpados y balbuceaba algunas palabras en respuesta a la pregunta que se le hacía.

El primer sitio a la derecha estaba ocupado por un ser singular, una especie de gnomo, tan deforme, que atrajo la curiosidad de los extranjeros antes que el mismo mogaddem.

Su estatura no era mayor que la de un niño de cuatro años, aunque sus hombros tenían una anchura extraordinaria; era literalmente tan ancho como alto, y sus brazos, cuyos músculos salientes anunciaban una fuerza nada común, caían casi hasta sus pies desmesurados. Si se añade a esto una tez de ébano, una boca extremadamente grande, una nariz muy abierta y aplastada, y unos ojos ocultos detrás de enormes gafas de cristales opacos, se tendrá el retrato de un verdadero monstruo. Su traje se componía de una blusa india, de seda encarnada, sujeta a la cintura por una ancha faja azul, de un pantalón de color claro, de botas de tafilete amarillo, y de un inmenso turbante blanco, del que parecía salir su boca; tan corta era la distancia que había desde la frente a la barba.

Aquel enano parecía ser mudo. De pie en el borde de la alfombra, a unos dos metros del mogaddem, le miraba a través de los cristales de sus gafas, sin parecer notar que se hallaban en presencia de multitud de personas de todos sexos, edades y naciones. De vez en cuando cambiaban entre sí algunas señas, que debían servirles de lenguaje particular. Este misterioso modo de comunicarse aterrorizaba a los fieles. El doctor Briet dijo por lo bajo a Norbert que le parecía, que aquellas señas eran el alfabeto de los sordomudos.

En el momento en que los viajeros entraban en el salón, la impasibilidad del enano se desmintió un instante, y un gesto de sorpresa o de admiración se le escapó. Sus ojos lanzaron llamas por debajo de sus lentes; pero casi en seguida recuperó su actitud pasiva, y volviose a contemplar al mogaddem, siempre con éxtasis.

El guía Mabrouki depositó en la alfombra los regalos, sin los que no se podía presentar nadie ante el santo varón. La austera fisonomía de éste se iluminó con un rayo de alegría terrenal cuando vio a sus pies un cronómetro de oro, un telescopio, una hermosa escopeta de dos tiros, y un crespón de China. A pesar de su cuidado en conservar sus párpados pesadamente caídos, se vieron brillar sus ojos, y saliendo de su contemplación, exhalando un largo suspiro, se dirigió a echar sobre sus nuevos fieles una mirada de mansedumbre.

MABROUKI DEPOSITÓ EN LA ALFOMBRA LOS REGALOS.

El mogaddem había vuelto a su profunda inmovilidad, de la que salió otra vez para consultar al enano con una mirada. Este hizo rápidamente diversas señas, y luego, prosternándose, tocó por tres veces el suelo con su frente.

Después de un nuevo intervalo de silencio, el santón pronunció con voz débil algunas palabras, que Virgile se apresuró a traducir, diciendo que el santón estaba dispuesto a prestar a los viajeros el apoyo de los valerosos hijos de Cherofa; pero era menester antes que consultasen con el oráculo.

—¿Qué oráculo? —preguntó Norbert.

—El del santón el jeque Sidi-Mohammed-Jeraib —contestó discretamente Mabrouki, mientras que el mogaddem, caído de nuevo en su meditación, no daba ya señales de vida.

—¿Y dónde para ese santón?

—En su sepulcro, a quinientos pasos de aquí —respondió con dulzura el anciano guía, quien, a fuerza de tan largo trato con los europeos, estaba acostumbrado a no admirarse ya por la audacia de su lenguaje—. Sólo que —añadió a media voz—, esto costará algo aún.

—¡Qué importa, si es necesario!…

—¡Y luego puede ser una diversión! —exclamó Gertrude, que esperaba ver nuevos prodigios.

Sin más ocuparse del santón ni de su enano, que ya daba señales que indicaban haberse acabado la sesión, los extranjeros salieron para dirigirse a la tumba del jeque, cuyo monumento se divisaba a unos trescientos o cuatrocientos metros de la zaouia.

Siendo tan corto el trayecto, lo recorrieron a pie. No bien habían andado veinte pasos, cuando la señorita Kersain tropezó con una piedra, y entonces el baronnet y Norbert se apresuraron a ofrecerle a un tiempo su brazo.

Gertrude se sonrió, y no queriendo despreciar a ninguno de ellos, aceptó alegremente los dos apoyos que se la presentaban; pero semejante conducta no agradó mucho a dichos señores, que se pusieron muy serios, y esta seriedad contribuyó a aumentar la alegría de la linda hija del Cónsul.

—¡Qué monstruo más horrible! —exclamó riendo—. ¿Habéis notado, señores, su parecido con los monos? Me estoy preguntando de dónde puede provenir la influencia que parece ejercer sobre el mogaddem…pues es claro como la luz del día que aquel santo varón no hace nada sin su parecer.

—¡Deben haber cometido juntos alguna fechoría! —dijo Norbert con trágico tono.

—¿Por qué esta suposición? —preguntó sir Bucephalus—. ¿No basta una misma fe para que estén estrechamente unidos?

—Fe en el poder del dinero, sin duda —replicó irónicamente el joven sabio, a quien no se le había escapado la ávida mirada que el mogaddem echó a su ofrenda.

—No la niego, y la veo perfectamente compatible con las más nobles convicciones —replicó el inglés—. ¿Qué pueden hacer sin dinero?

—Yo opino que el enano es sencillamente el prestidigitador del mogaddem, —dijo el doctor, que escuchaba, juntamente con el Sr. Kersain, esta conversación—. ¿Os habéis fijado en su traje indio? Los he visto varias veces iguales en Bengala, llevados por los juglares de aquel país, y que hacían precisamente los mismos juegos de la serpiente, las palomas y otros aún más sorprendentes.

—¡Estos lo son bastante! —exclamó Gertrude—. ¿Cómo harán para conseguir que aquellas palomas se sostengan inmóviles en el aire?

—Es probable que sólo estén así en apariencia, batiendo ligeramente las alas, y que se hallen bajo la influencia de una especie de hipnotismo. Yo he visto cosas mejores en la India; un niño de siete años en la misma postura que las palomas del mogaddem.

—¿Que lo habéis visto, decís, doctor?

—Con mis propios ojos; lo que se llama visto, al aire libre, sin ninguna superchería, quiero decir, sin hilos suspensores ni apoyo de ninguna clase, imposible es explicarse este fenómeno con las actuales nociones científicas europeas. Y no es el único ejemplo de este género. En otra ocasión he visto un juglar bengalí sembrar un suelo completamente seco, cual lo es la calle de un jardín, y sin más operación que arañar la tierra con las uñas, una semilla de camelia, que nació delante de los espectadores, creció hasta las dimensiones de un arbusto y se cubrió de flores, y todo esto en menos de un cuarto de hora…

—¡Es inaudito!

—¡Oh! Este prodigio puede aún explicarse por una ilusión de los sentidos, resultado de una prodigiosa habilidad de manos del taumaturgo. Pero hay todavía otros juegos que hacen aquellos juglares, que no me atrevería a contar, por lo increíbles que parecen. Aquellas gentes poseen un sinnúmero de secretos tradicionales, cuya explicación afecta a fenómenos que la ciencia moderna empieza apenas a conocer.

Hablando así, llegaron a la tumba del jeque, pequeño edificio cúbico compuesto de una sola habitación de cinco metros de largo por cuatro de ancho, terminado en una cúpula a la que tres hermosísimas palmeras prestaban su sombra.

Bajo el pórtico los derviches, de cara apergaminada y con la cabeza completamente afeitada, esperaban a los fieles, y apenas vieron a nuestros viajeros, los salieron al encuentro, haciéndoles muchos saludos. Sabiendo por Virgile que iban a consultar el oráculo, empezaron por pedir una ofrenda de cinco duros por persona; y una vez percibida ésta y guardado el dinero, dijeron que la segunda formalidad que había que llenar era la de descalzarle para penetrar en el santuario. Los viajeros tuvieron, pues, que someterse y dejar sus botas en la puerta.

En aquel momento una nueva dificultad se presentó. Los dos derviches se oponían a la entrada de la señorita de Kersain y de Fatima en la sala cuya puerta acababan de abrir, y para obviar este religioso escrúpulo hízose necesario entregar otra moneda de oro, metal precioso que, como es sabido, tiene la virtud de allanar todos los obstáculos.

Entraron, por fin, los viajeros en aquel santísimo recinto. Era una vasta sala que tenía por todo adorno una alfombra bastante desgastada ya por las rodillas de los devotos de aquel santón. En el ángulo de la derecha se veía una especie de copa o jarrón sin abertura aparente. Uno de los derviches explicó por medio de Virgile, que hacía de intérprete, que aquella copa recibía las preguntas de los que deseaban consultar, y daba las respuestas del oráculo; pero que antes era preciso pronunciar la fórmula consagrada.

—Sea —dijo Norbert encogiéndose de hombros—. Puesto que es preciso, dictad esa fórmula.

Los dos guardianes del sepulcro se prosternaron entonces sobre la alfombra, y levantando las manos por encima de su cabeza, rezaron en árabe.

Virgile reprodujo aquellas palabras con la lentitud conveniente para que su amo las repitiese, cosa que éste hizo, no sin impacientarse.

—Ahora —dijo uno de los derviches—, el señor extranjero puede dirigirse por sí mismo a Sidi-Mohammed-Jeraib.

—¡Cáspita! —dijo Norbert a media voz—; ¡bien podía hablar francés este oráculo!

—¡Lo hablo! —respondió en seguida una voz cavernosa, que parecía salir de la copa.

Los visitantes, que no esperaban esta divina manifestación, quedaron estupefactos. La señorita Kersain palideció, y Fatima, con los ojos dilatados por el espanto, estuvo a punto de desmayarse; pero Norbert, sobreponiéndose rápidamente a una emoción causada tan sólo por la sorpresa, se inclinó sonriendo, y dijo:

—Sidi-Mohammed-Jeraib: puesto que sabes también el francés, vamos a hablar con toda franqueza. Deseo me prestes tu poderoso apoyo para obtener de la tribu de Cherofa, tu hija bien amada, los medios de transporte que necesito. ¿Quieres concedérmelos?

Al oír el nombre del santón, los dos guardianes echaron mirra en unos pebeteros que llevaban colgados de la cintura, y se pusieron a incensar con ellos, esparciéndose un penetrante perfume por todo el santuario.

La voz que salía de la copa respondió:

—Ante todo, es preciso que me digas lo que te trae al Sudán, y cuál es el objeto de tu empresa.

El joven astrónomo no pudo disimular un gesto de admiración. En cuanto a sus compañeros de viaje, se acercaron a él vivamente interesados por el giro que tomaba el diálogo.

Después de titubear un instante, Norbert tomó de nuevo la palabra.

—Vengo a estudiar las maravillas celestes e instalar al efecto un observatorio en la meseta del Tehbali —respondió.

—¡No dices toda la verdad! —replicó el oráculo—. ¡Tu objeto es más audaz!

Norbert no contestó.

—Soy omnisciente —repuso la voz—. Nada se me oculta. Conozco el presente, el pasado y el porvenir. ¿Quieres que te lo pruebe diciéndote lo que vienes a hacer en el monte Tehbali?

—Con mucho gusto —dijo Norbert riendo a carcajadas.

—¿No te rías, pues no hay por qué. Tu empresa es una locura. Vienes aquí para luchar en contra de las demás leyes que rigen la Naturaleza. Si eres amigo nuestro, no podemos más que tenerte lástima, pues saldrás vencido en esa lucha; y si te tenemos por enemigo, la naturaleza se encargará de vengarnos.

Nada puede dar una idea cabal del efecto que esta siniestra predicción causó en el auditorio. Norbert no se reía ya. A despecho de su incredulidad, le costaba trabajo dominar el estupor que le producían las respuestas del oráculo: le era imposible creer que nadie poseyera su secreto en Rhadameh.

—¿Piensas tú que algo de lo que interesa a los hijos de Alá me es desconocido? No hacía aún tres minutos que habías tú concluido tu proyecto, cuando ya era conocedor de él. He aquí cuál es tu insensata aspiración: Pretendes suspender el curso de la Luna, acercarla a la Tierra y ponerla al alcance de la codicia humana. Pero acuérdate de mis palabras: no saldrás bien de tu empresa…

Norbert y sir Bucephalus se miraban llenos de estupor. ¿Era posible que su secreto ya hubiera dejado de serlo? ¿Cómo, si no, conocerlo este supuesto oráculo? No había más que un modo de explicarlo, y es que alguno de los comisionados hubiese sido indiscreto, y que esa indiscreción, viajando más de prisa que la caravana, llegara antes que ellos a Rhadameh, encontrando allí, no sólo un oído para escucharla, sino también un intérprete inteligente para transmitirla en francés por la singular voz que salía de la copa del oráculo.

El doctor Briet no disimulaba el interés que le inspiraban aquellas revelaciones. Sus chispeantes ojos se fijaban tan pronto en Norbert como en el inglés, interrogando su fisonomía para encontrar en ella la confirmación de las palabras del oráculo. El Sr. Kersain y Gertrude no estaban menos admirados; en cuanto a Fatima, desde que la voz se dejó oír, había caído de rodillas, y con la cara tapada con las manos, parecía presa de un supersticioso terror. Y en verdad que aquella voz amenazadora que parecía salir de las entrañas de la tierra, los suspiros de los guardianes, el perfume que se escapaba de los pebeteros en espirales azuladas, todo esto era más que suficiente para obrar sobre los nervios, altamente impresionables, de la joven doncella de Gertrude. Sólo Virgile no se preocupaba, mirándolo todo a través de su acostumbrada filosofía. Norbert fue el primero que se tranquilizó.

—En, fin —dijo con tono impetuoso—; si sabes cuál es nuestro proyecto, sabes también que no tiene nada de hostil para el pueblo árabe. ¿Quieres, sí o no, darnos los medios de transporte que necesitamos?

—Sí quiero —respondió el oráculo—. Pagarás adelantado veinte duros por hombre y bestia, y dentro de siete días los ochocientos camellos que te son indispensables te esperarán, con sus conductores, bajo los muros de Suakin.

—¡Esto es lo que se llama hablar poco y bien! —exclamó sonriendo Norbert—; este oráculo sabe tratar perfectamente los negocios. ¿A quién hay que pagar los dieciséis mil duros?

—Al oráculo del mogaddem, que irá, provisto de un recibo, a recogerlos al Consulado francés.

—Asunto concluido. Pero, dime, Sidi-Mohammed-Jeraib: la alianza que contraemos, ¿concluirá con el transporte?

—Durará tanto tiempo como dure el tributo que pagues al mogaddem.

—¿Qué tributo?

—El que le debes, si quieres que sus hijos te protejan en el desierto y te proporcionen los brazos que te faltan para tus trabajos.

—¡Cómo! —dijo Norbert con alguna ironía—: ¿se prestarán a servirme en la empresa que condenas?

—Sí, si pagas el tributo, pues no tienen ellos que inquietarse por tus proyectos.

—¿Y a cuánto asciende el tributo?

—Treinta veces veinte duros al mes.

—Consiento —respondió Norbert.

—Entonces, adiós… y que Alá esté contigo.

Después de estas últimas palabras, un lúgubre gemido salió de la copa, y los guardianes, levantándose en seguida, entonaron una lenta salmodia, andando hacia atrás, en dirección a la salida, sin dejar de mover los pebeteros. Los visitantes, imitando instintivamente aquel movimiento de retirada, se encontraron en la puerta, entregados aún a la sorpresa que habían experimentado, y se calzaron sin desplegar los labios. Fatima, completamente aturdida por los prodigios a que había asistido, no hallaba sus babuchas, y de seguro que no hubiera dado con ellas si el complaciente Virgile no las hubiera cogido y entregado a la desconcertada joven.

Ya fuera de aquel santo lugar, se pusieron en marcha hacia el apartado sitio en que Mabrouki había levantado el campamento, en el que les esperaban provisiones frescas, que el viejo guía buscara y adquiriera en la zaouia. Al cabo de algunos instantes, todos los testigos de la escena del sepulcro, menos Norbert, empezaron a hablar de sus impresiones sobre los hechos que habían presenciado, de suyo tan extraños.

Nadie los comprendía; sospechaban, sí, que se trataba de alguna diestra superchería; pero no sabían de qué medios se habían valido para ello. La explicación dada por el oráculo de los proyectos del joven astrónomo excitaba en alto grado la curiosidad, especialmente en el doctor.

—Veamos, sir Bucephalus, decía riéndose. Sois de la conspiración, y conoceréis si el oráculo ha dicho la verdad… Aquí tenéis a la señorita Kersain, que se muere por saber… ¿Dejaréis al Sr. Mauny el placer de revelárselo?

—¡Hablad por vos, querido tío, os lo ruego —exclamó alegremente Gertrude—, y no procuréis ocultar vuestra curiosidad haciendo resaltar la mía! Bien sabéis que hace tres días no tenéis ni paz ni sosiego porque ignoráis el secreto de estos señores.

—Pues bien, lo confieso —replicó el doctor—; pero os juro que mi curiosidad es puramente científica.

—Es cierto que el Sr. Mauny no ha negado lo que ha dicho el oráculo —dijo el Cónsul—; pero si no juzga conveniente decirnos sus proyectos, no debemos provocar su confianza.

—¡Bah! —respondió el doctor—. ¡Su secreto ya no lo es!

En este momento Norbert salió de su ensimismamiento.

—El artificio de que se sirve aquel oráculo es muy sencillo —dijo de repente dirigiéndose al Cónsul y a su hija—. Debe de ser un tubo acústico, establecido entre la zaouia y la tumba del jeque, que le permite al mogaddem oír las preguntas y contestar a ellas, como no sea un simple hecho de ventriloquía. Lo singular es que hable tan bien el francés, y, sobre todo, que esté enterado de mis proyectos. Porque tengo que confesar que no se ha equivocado… Vengo, es verdad, al Sudán con la pretensión de que la Luna baje a mi alcance; y, so pena de pasar por un loco, es menester ahora que os explique de qué medios me he de valer para tener éxito completo… ¿No es también vuestro parecer, caballero! —añadió dirigiéndose al baronnet.

—Seguramente —respondió éste.

—Pues bien —prosiguió Norbert—; si la señorita y estos señores quieren honrarme con su atención, les contaré durante el almuerzo cómo ha nacido una idea que a primera vista debe parecerles loca. No pido que la encuentren hacedera; sólo les ruego crean que tengo muy buenas razones para no considerarla tan insensata como lo pretende la sombra del jeque.

Así arregladas las cosas, con gran satisfacción del doctor Briet, llegaron a la tienda y se sentaron para almorzar. A los postres, el astrónomo tomó la palabra. No seguiremos su relato; sólo daremos a conocer lo esencial de él, añadiendo, no obstante, algunos detalles que, por una reserva muy natural y explicable, dejó Norbert de exponer a su auditorio.